■■ Se alejaba por el pasillo andando hacia atrás sin perder la cara de la enfermera con un meneo de cadera propio de un recién iniciado: antebrazos recogidos en la cintura, y uno! dedos hacia la derecha con movimiento de cadera a la izquierda; y dos! dedos a la izquierda con cadera a la derecha, intercalando entre cambio y cambio una mirada de profesional concentrado dirigida a la enfermera.
—¿Qué pasa? –preguntó mientras brindaba con pose de torero a la fuente de agua, gesto que no armonizaba lo más mínimo con su alocada cintura que, para entonces, ya tenía vida propia.
—El informe nocturno ¿no se lo va a mirar? –le mostró en alto el cartapacio, en el intento de atraerlo hacia sí, como tantas veces, tantas mañanas había hecho con idéntico movimiento, carpeta arriba y allí estaba el médico, como hierro hacia el imán, como alma en vilo se apresuraba cada vez, cada mañana, sin faltar ni una; sus ojos buscaban con ansiedad la columna de la derecha del maldito informe, que era donde figuraban las anomalías, es decir las urgencias de la noche, y deseaba siempre, siempre, que estuvieran en blanco, en blanco sin sobresaltos, sin angustias. A una distancia de tres o cuatros metros y con el cartapacio visto del revés, en manos del jefe o jefa de enfermeras, según pintase, era capaz de avistar si la columna H tenía algo escrito en sus recuadros. Desde la puerta de entrada sabía el enfermo que había necesitado atenciones durante la noche, según el texto de la columna estuviese al principio de la página, a mitad, a tres cuartos de página o al final de ella, así deducía el número de planta y, con ella, los números de habitaciones de los pacientes “nocturnos” habituales, aquellos para los que la vigilia es un tormento más en sus desordenadas cabezas.
Pero ese día, para sorpresa de la sanitaria, el informe parecía no preocuparle. A lo largo de la noche no se produjo ninguna atención extraordinaria, ni ordinaria siquiera, pero el doctor no lo sabía, pues ella lo había recibido personalmente de manos del jefe del turno de noche, y el doctor venía de la terraza externa de hacer su cigarrillo matinal.
—¿No quiere ver las novedades?
—¿Novedades? Mantén tu rostro hacia la luz del sol y no verás la sombra–.
Chasqueó los dedos y desapareció escaleras arriba. Subía de dos en dos, a ritmo olímpico se decía a sí mismo «estoy en forma, desde luego», reparaba en el escaso esfuerzo que necesitaba hacer para subir a esa velocidad, pero al instante olvidaba que para no estar acostumbrado al ejercicio continuado, no se cansaba como debiera. Empezaba el análisis sobre los motivos de la falta de cansancio, pero los olvidaba de inmediato. Escuchaba las voces de algunos pacientes en los ascensores, él diría que alzaban el volumen más de lo habitual, aunque no hizo caso. Otros bajaban al comedor central por las escaleras ¿por las escaleras? se cruzó con ellos, hablaban animadamente de diferentes temas, que si deberían sustituir los escaños de los parlamentos por sillas eléctricas, decía uno; que si el crimen organizado era poco selectivo, decía otro. Descendían con una agilidad que el Dr. Jungson no acabó de valorar con precisión, se dirigía a la cuarta planta ¿a qué? cuando llegase lo pensaría, pero era la cuarta, de eso estaba totalmente seguro. «Con qué claridad hablan» pensaba de los internos, sin balbucear, sin susurrar, como solían hacer la mayoría de ellos, era en el ejercicio de hablar donde se advertía las dolencias psíquicas que sufrían. El lenguaje estructura el cerebro, pensaba, y cuando éste deja de funcionar correctamente, el lenguaje, los pensamientos, las ideas, son los primeros en resentirse. Le parecía que no había notado esa deficiencia en los enfermos que bajaban por la escalera. Los veía normales, todo era normal esa mañana para él.
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