22/12/10

33º

■■   Abandonaba el comedor  en dirección al pasillo medianero cuando advirtió en el fútil detalle del color sepia de sus zapatos a juego con el pavimento del piso, sólo los cordones de un marrón oscuro se distinguían con claridad del resto de tonos sepia. A partir de ahí, avanzó situando el pie en el centro geométrico de cada baldosa, sin pisar la línea que las divide, pero el reducido tamaño del mosaico le obligaba a andar con pasos muy cortos, ridículos, así que cambió al juego de dejar entre huella y huella una baldosa en medio sin pisar.  En un gesto que le extrañó a sí mismo replegó los brazos en los costados y aceleró el ritmo al grito de «Aro, is, aro, is» acompañando el paso militar con una variante chulesca de cosecha propia, «Aro, is, aro, is», cual sargento ordenando a pelotón. Animado por una súbita e irrefrenable necesidad de seguir jugando decidió ampliar la dificultad del paso a “de tres en tres” baldosas, miró al horizonte para comprobar dónde finalizaba la hilera que había elegido para el desfile y al comprobar que ésta daba en uno de los muebles de la pared cambió a la fila de al lado, que llegaba más lejos. «Ahora un salto» «¡Sí, un saltito!», inició la carrerilla y se envalentonó a añadir un toque de tacón contra tacón durante su recorrido por el aire. ¡Ta-clac!

Se detuvo casi en la entrada del comedor, ya no quedaba más salón, llegó al final del rectángulo jugando como un colegial sin complejos. «¿Acabo de correr y saltar?» se sorprendía el cincuentón y sensato Médico Jefe de la clínica de salud mental Burgoll, de las de mayor prestigio del país «¿Qué pasa?» se preguntaba. Dio media vuelta y contempló de nuevo el reluciente comedor en el intento de encontrar allí la respuesta; las limpias y blancas paredes producían un reflejo tal que, de mirarlas fijamente, parecían moverse del inmenso hartazgo de luz que recibían en su centro. Querían decirle, comunicarle, pero él no sabía qué. Mesas, sillas, estanterías, armarios…, con su lustroso aspecto parecían tener un sentido más allá del propio significado como objeto, como utensilio puramente funcional; ocultaban un mensaje, una misión diferente a la natural para la que habían sido fabricados. Él no conseguía comprender. Su extraordinaria capacidad para el análisis, tan reconocida y alabada por colegas e instituciones, se ponía en marcha en el intento de razonar objetivamente aquellas vivaces sensaciones, pero, al instante, se despreocupaba totalmente de ellas. «El fresno blanco crece más rápido que el fresno común» fue la respuesta que se dio a la preocupación de poder estar sufriendo una fotofobia. Una irresponsabilidad si se quiere, pues no acostumbraba a responder con majaderías a cuestiones sensitivas y emocionales, si había llegado hasta donde había llegado era, precisamente, por haber sabido diagnosticar con acierto y ecuanimidad este tipo de interrogantes sobre la percepción.

Camino del cuarto de enfermería, del que procedía un olor a café que avisaba de que el primer turno de la mañana empezaba a funcionar, no recordaba el aplicado facultativo, en sus diez años de servicio en la clínica, haber escenificado acto alguno que pudiera calificarse de frívolo o poco apropiado a su cargo. «Salvo aquella vez en la cena de Navidad, en todo caso» pensó, cuando la joven familiar de un interno se lo llevó bailando hasta uno de los cuartos aledaños para agradecerle el resultado del tratamiento prescrito por el buen doctor. Y estuvo muy agradecida, en verdad. Se habló del acontecimiento menos de lo esperado (un asunto sexual se trataba en la clínica con  la máxima prioridad) porque la agradecida jovencita resultó ser un verdadero bombón de Pascua, hecho éste que reduce, como es bien sabido, los envidiosos comentarios de los compañeros.

Oía la conversación que la jefa de enfermería mantenía con el responsable del turno de noche recién finalizado, ésta, al verlo, extendió la palma de la mano para detenerlo mientras daba término a la charla aproximándose al teléfono para colgar el auricular, él observó la refulgente bata blanca de la enfermera y tomó la mano que intentaba pararlo obligándola a dar una vuelta sobre sí misma teniendo que agacharse para pasar por debajo del cable telefónico que pendía de la pared.

—¿Dr. Jungson? ¿Qué hace? –exclamó sorprendida por la espontánea agitación matutina del comedido doctor–.

■ ……

14/12/10

32º

■■   A primera hora de la mañana el sol invadía el amplio comedor central situado en la primera planta del edificio consignado a los internos. Desde la terraza contigua, la vista sobre los jardines posteriores de la residencia ofrecía, a esa hora, una imagen incomparable a ninguna otra hora del día. El Dr. Jungson gustaba de cumplir con el ritual matutino de contemplar aquel panorama mientras repasaba mentalmente la situación general de los enfermos, de la clínica, y, sobre todo, de él mismo. Lo hacía al tiempo que disfrutaba del único desenfreno al que sometía a su organismo: fumarse un cigarro. Consumía un único cigarrillo al día, aquel; acompañado de un café largo y de recuerdos que, también a idéntica hora, le acudían puntualmente en forma de rutina diaria con mínima dosis de felicidad.

De felicidad y de dolor a partes iguales, sería más exacto decir. Voluntad para dejar el pequeño vicio no le faltaba, ni siquiera lo consideraba un vicio en el estricto sentido médico, pues no le suponía ningún problema de abstinencia renunciar físicamente a él. Pero un cigarrillo fue lo que compartieron él y ella durante un tiempo, también con el primer café, y no estaba dispuesto a restarle a su memoria el recuerdo que de ella le traía el cigarrillo de la mañana. La escasa convicción con la que le aconsejaba a ella sobre la conveniencia de dejar de fumar, le llevaba a quitarle el cigarro de la mano, le ofrecía a cambio la suya; ella jugaba con la mano de él, trepaba por su antebrazo andando con los deditos uno detrás del otro, subían por su hombro, seguían por el pecho camino de la mano que escondía el deseado cigarro. Él, tontamente, cual payaso ansioso preparando el truco, giraba su torso y soplaba y soplaba con fuerza sobre la incandescencia del cigarrillo apresurando su consumo. «Así fumas menos» le decía. Ella era capaz de mantener el humo en una nubecilla redonda suspendida en el aire entre sus labios abiertos y, rápidamente, succionando la nube de humo hacia el interior, desaparecía como por arte de magia. Luego de filtrar el humo en sus pulmones, lo sacaba en una perfecta chimenea totalmente recta hasta chocar contra la lámpara, donde el humo se esparcía con menos arte. Él no aprobaba, ni como médico, ni como pareja, aquella exhibición insana, pero sus sermones no conseguían el resultado esperado, por lo que acabó fumándose la mitad del cigarrillo de ella. El encanto del momento le llevó a la ocurrencia que si consumía un cigarro entero él sólo, estaría con ella el doble de rato, prolongando así el tiempo como lo hacen los condenados con el último pitillo. Asociaba el sabor de la nicotina a sus labios y le costaba entender cómo algunas personas se quejan del sabor a nicotina en la boca de su pareja «no tendrá los labios de Valeria, seguro» se repite a sí mismo. Algún día, cuando se armase de valor, iría en su busca.

El cigarrillo del Dr. Jungson pasaba por un acontecimiento sorprendente en el hospital, pues nadie entendía que se pudiera fumar un solo cigarrillo al día y no dejarlo con facilidad. Que no vale la pena fumar así, dicen, que la nicotina inspirada con tan sólo una unidad no debería suponer ningún esfuerzo de dependencia a la hora de dejarlo. Era el tema recurrente del personal a cargo. El Dr. Jungson decidió no explicar nunca los motivos de tan anodino vicio, pues, al fin y al cabo, «son psiquiatras ¿qué van a entender?».



     Finalizó su liturgia matinal y se dirigió al comedor con el propósito de supervisar el desayuno de los internos, labor que le gustaba ejercer de vez en cuando, pese a que sus funciones no alcanzaban al control de la dieta. No había  reparado hasta ese momento en la blancura exterior del edificio de internos, se le antojaba de un blanco impoluto, casi virginal ¿lo habrán pintado?  Al momento entendió lo absurdo de la pregunta ya que ninguna reparación de ese presupuesto le hubiera pasado inadvertida administrativamente. Cierto que el sol incidía con rabia sobre el cubo que dibujaba la construcción, pero juraría que ventanas, marcos, cristales y persianas lucían una pulcritud admirable.

El salón  comedor estaba totalmente vacío; las cortinas recogidas dejaban paso a la obstinada fuerza del sol que se imponía desde el cielo hasta el último rincón del aposento, ni los muros tenían consistencia suficiente para impedir su paso. Tan tupido era el manto de luz a lo largo de toda la estancia que parecía no caber nada más en su interior. La sombra del Dr. Jungson se alargó hasta llegar a la cerámica del piso antes de que él llegara a pisarla, y pensó que entrar en ese momento en el comedor significaba usurpar el sitio de un pedazo de sol, cambiar una porción del radiante astro por una vulgar silueta. No parecía justo romper aquel hermoso combinado de árboles, sombras, luz y cielo simplemente para acoger carne humana. Pero, necesariamente, debía de entrar. Lo hizo entre las puertas de cristal abiertas por una de las esquinas del salón para facilitar la ventilación a su interior, que eran cerradas antes de dar comienzo el desayuno. Al apoyar el primer pie con el que pisó dentro del comedor sintió un zumbido en sus oídos similar al que deben realizar al unísono mil abejorros. Examinó desde su posición la estancia en todas direcciones para detectar la procedencia del sonido. No halló nada sospechoso, de hecho, todavía no había entrado nadie en la sala. Oyó pasos y voces que se acercaban desde el patio exterior. Personal de mantenimiento se disponía a retirar de la embocadura las mangueras de regadío, se aproximó a ellos.

     —Buenos días.
     —Buenos días, doctor.
     —¿Saben ustedes si ha habido limpieza general o algo parecido? –escuchar aquellas palabras salir de su boca y sentirse avergonzado fue todo uno. Los empleados se miraron el uno al otro y ambos esperaron a que fuese el otro quien respondiera. Finalmente, se atrevió el más antiguo de ellos.
     —¿Limpieza general? –no acabó de comprender el significado de la pregunta. Era la primera vez que escuchaba al Dr. Jungson cuestionar algo sobre el mantenimiento de la residencia.
     —No, no, señor. ¿Desea usted alguna cosa, doctor? –preguntó, repasando con su  mirada el interior del salón comedor donde encontrar un motivo de suciedad o desarreglo.
     —Discúlpenme, ha sido una… Gracias, lo siento, adiós. –aturdido por su falta de delicadeza, dio media vuelta y se adentró de nuevo en el comedor. Al fin y al cabo ¿quién era él para increpar a nadie sobre la limpieza de tal o cual persiana?
     —¿Se refiere usted a los de la calefacción central? –le preguntó a lo lejos el mismo empleado. El Doctor volvió sobre sus pasos acercándose de nuevo a ellos.
     —¿Quiénes?
     —Ayer se estropeó el depósito general y el mecanismo de distribución del gas que va a parar a los radiadores de calefacción de las habitaciones de las plantas cuatro y cinco. Pero, a media noche empezaron todos a funcionar de nuevo. Esta mañana vinieron del servicio técnico de la compañía del gas y comprobaron que jamás se pudo estropear la caldera, o de lo contrario, no se habrían puesto en marcha los radiadores.
     —Y no se oyeron los gatos –soltó el empleado que hasta entonces no había abierto la boca– fue la primera noche que no maullaron los gatos de más allá de los jardines.
     —¡Cállate! ¿Otra vez con los malditos gatos? –le increpó su compañero, harto de oírle la misma historia de buena mañana.
     —¿Gatos? –repitió incómodo el Dr. Jungson, con la consabida experiencia de que alargar más de lo debido las conversaciones con según quién del personal traía estas sorpresas– Bien, muchas gracias, ahora tengo que irme.

■ ……

12/12/10

31º

■■   Se apagan las luces en la clínica Burgoll. El alumbrado mínimo nocturno acalla las voces de los pacientes que se resisten a abandonar la porción de tiempo que más les gusta: el día. En el día están los compañeros, las charlas, la comida, la tele y las visitas. También hay medicinas, pero se toman entre juego y riña, y parecen otra cosa. En el día hay ruido, teléfonos que suenan, voces de enfermeras, coches en la calle, puertas que se abren. Gente. Hasta mañana todo eso se acabó. Antes hay que pasar la tormentosa noche, con su posición horizontal y su maldito silencio. Durante el día se puede gritar, por la noche ni hablar siquiera. La mañana, el día, es una terapia en sí misma; la noche, es la enfermedad propiamente dicha. Espaldas, riñones, cabezas, cuellos, insomnios, uretras, próstatas, vejigas, pulmones, miedos y paranoias. Todo esto abunda más por la noche que por el día y, por si fuera poco, en las noches hay menos médicos. Ocho horas que dura la nochecita. Más del cincuenta por ciento de los ataques, insuficiencias, paradas y todas las mierdas que les pasa a los cuerpos ocurren durante la noche. La noche enfrenta al enfermo a solas con su enfermedad, y lo peor de todo: mirando al techo. En los hospitales no debería de haber techos.

     Sentada sobre la cama, la Sra. Belha sostenía dos comprimidos en una mano y en la otra un vaso de agua. Se encontraba en esa posición desde hacía un buen rato, contemplando las pastillas con la mano totalmente abierta. Observó que, por momentos, un reflejo luminoso le hacía perder la visión total de las píldoras. De pronto, volvía a verlas con toda perfección y, cuanta mayor fijeza ponía en su mirada, con mayor fugacidad volvía la leve luz blanca al centro de su mano, impidiéndole de nuevo ver las redondillas blancas. Disminuía el reflejo y vuelta a empezar.

Antes, en el salón, mientras miraba el televisor (ciertamente sin mucho entusiasmo y llevada más por la inercia de las cabezas de sus compañeros alineadas en la misma dirección, que por el interés de las imágenes), un fogonazo blanquecino en mitad de la pantalla le impidió ver la imagen central. Más tarde, camino de la habitación, apareció de nuevo el destello sobre el suelo, delante de sus pisadas, siempre a la misma distancia de los piececillos; avanzaba a ritmo lento, a la misma velocidad que ella, mientras la sorprendida Sra. Belha se veía como una espectadora que llega tarde al cine y es ayudada por la linterna de un acomodador invisible. «Debe de ser los efectos secundarios de la medicación» se dijo. El foco la dirigió hasta detenerse en el umbral de una habitación, la suya, para oscurecerse hasta desaparecer; ella, examinó el pasillo a izquierda y derecha, estiró el cuello hasta asomar la cabeza por el interior de la habitación con cuidado de no pisar en el vacío que la misteriosa luz había ocupado en el suelo, y comprobó el estado de las cosas. Los ronquidos de su compañera de cuarto le anunciaron que todo estaba en orden.

Y ahora seguía allí, sentada sobre la cama, en aquella ridícula posición de ofrenda a los dioses: pastillas en una mano, vaso con agua en la otra y un haz de luz que se presentaba de imprevisto y la tenía paralizada, haciéndole más difícil la tarea de llevarse las píldoras a la boca, no fuera que en el momento de intentar tragárselas se presentase el cegador destello y lo tirase todo por tierra, o peor aún, que arrojase el agua sobre la cama, lo que precisaría de la atención del enfermero para arreglar el desaguisado. Se empezaba a impacientar cuando el resplandor irrumpió de nuevo, ahora con más fuerza, iluminando ambas manos, siendo imposible ver, no ya el contenido, sino, las manos mismas. Eran dos verdaderas antorchas que reflejaban una espléndida luz blanca sobre la pared de enfrente, más aún, sobre las cuatro paredes de la habitación. Temió que el enorme resplandor despertase a Esperanza, que bastante ocupada la tenía todo el santo día vigilándola por los intentos de suicidio, como para molestarla también de noche en pleno sueño. Bien pensado, lo más grave sería dar las explicaciones que su compañera le exigiría ante semejante exhibición de fuego artificial. «¿Explicaciones?», «¿cómo voy a explicar esto?» se preguntaba la buena de Belha, «¿de dónde viene?» miraba en todas direcciones, segura de que alguien más había allí, entre ella y aquel esplendor.

Reconocía el fenómeno como extraordinario, incluso irreal, podría ser que no estuviera ocurriendo, que la luz que veía emanar de ella misma, no emanase en verdad. Pero, aún siendo imaginario, un espejismo de su mente debilitada, la respuesta a sus plegarias en forma de luminoso enigma, no estaba sola. No se sentía sola. Podría estar ya muerta, y aquel albor ser la bienvenida a la otra vida, la entrada al nuevo mundo, a donde había intentado llegar antes de tiempo por medio del atajo rápido que ofrece la vida: quitándosela. No lo consiguió porque los médicos lo evitaron, pero no recordaba haberse quitado la vida hacía poco rato. De estar muerta lo estaría por haber perdido la vida recientemente, «no creo que esta sea la muerte del suicidio de hace una semana» elucubraba con lógica la buena de Belha. Se fijó en que el cristal de la ventana devolvía una imagen similar a la del hada fantástica envuelta en una inmaculada luz, cuando llamaron a la puerta.

     —¿Sra. Belha?
     Las mágicas luces se apagaron de inmediato, dejando la habitación a expensas de la tenue lucecita de la mesilla de noche. La puerta se abrió.
     —¿Qué es tanta luz? –inquirió el enfermero mirando hacia la lámpara del techo, que estaba apagada– ¿Por qué no está acostada ya?
     —Sí, ahora me acuesto, iba a tomarme… –observó sus manos vacías, sin las pastillas y sin el vaso de agua. El vaso estaba vacío en la mesita y de las pastillas, ni rastro.
     —¿Se ha tomado la medicación, Sra. Belha?
     —Sí, sí, hace rato. Estaba pensando en…
     —Vamos, es hora de dormir. Es tarde, acuéstese ¿de acuerdo?
     —Enseguida, sí, estaba… –y se dispuso a ponerse el pijama mientras el enfermero cerró la puerta. Buscó las píldoras por encima de la cama, de la mesita, por el suelo. No las encontró, mañana las buscaría, no era cuestión de que el personal encontrase las medicinas tiradas por ahí. ¡Menuda se armaría! ¿Y el vaso de agua? No recordaba haber bebido agua, ni mucho menos el vaso entero. Nada de ello le preocupaba ahora, quería acostarse, apagar la luz y pensar, pensar y soñar. En su hijo, quería pensar en su hijo, imaginar sus bonitos ojos verdes y hablarle. Decirle que ya no tenía miedo, que había encontrado el medio de acercarse a él y que no lo abandonaría jamás. «¡Son de verdad, las luces son de verdad! –y se durmió al instante.

■ ……

6/12/10

30º - La bola 9 (IV)

■■   Inclinado sobre la tapa del inodoro (mañana lo dejo) surgió el recuerdo de mi novela; lo oí como el llanto de un bebé abandonado, haciéndose notar y exigiendo más atenciones. No es la primera vez desde el compromiso con la editorial de acabar la novela que esta desazón se presenta en variada forma: una cálida, por lo que de agradable tiene albergar un reto creativo de esa magnitud, y otra más candente, por el miedo al compromiso mismo y, por qué no admitirlo, al fracaso. Lo que era una gozosa emoción confundida con el júbilo inicial, pasó a convertirse en inquietud desprovista ya del festejo de los primeros días, para acabar en una sacudida que se presenta sin previo aviso y, cada vez, con mayor frecuencia. Se hace especialmente intensa, por ejemplo, al tomar un vino –justo al sostener la copa por primera vez–, o al marcar el número de teléfono de alguna amiga –exactamente al coger el móvil–, o cuando decido, en lugar de ponerme a escribir, ver alguna película –es bajar la web de peliculasyonkis.com ¡y la náusea ya está aquí!–. Ni un descanso me da el nuevo hijo este que he parido; no me deja en paz, reclama constantemente mi atención y la requiere para todo el tiempo. Una alarma con inteligencia propia que se dispara al detectar la más liviana pérdida en mi tiempo vital.

Inoportuno momento eligió el cargo de conciencia para tocarme los cojones: el rulo en una mano, la papela en la otra y la superclencha sobre el plástico de la taza. «Ya hablaré mañana conmigo mismo, tampoco viene de aquí».

El bar se había animado mientras tanto, me aproximé al grupo que charlaba alegremente sobre no sé qué asunto de una pareja de novios en crucero de placer que irrumpiendo ella en el camarote se encontró al que sería su futuro marido en brazos (mejor dicho, en piernas) de un fornido camarero marine; el novio se excusó con el socorrido «te lo puedo explicar», a lo que ella le respondió: «Sí, pero desde fuera» echándolo a los pasillos y quedándose ella con el dueño de aquel falo dispuesta a rematar la faena. Faltó por aclarar si la solidaria pareja acordó idéntica solución toda vez que uno de los dos se enfrascase en alguna infidelidad, incluyendo la coparticipación como cláusula inapelable del futuro matrimonio. No se explicó.

—¿Cómo sabías que era yo? –inquirió el nuevo invitado a Pedrolo. Preguntó con la precipitación justa para demostrar su afán de protagonismo ante los presentes, situándose en el centro de la melé formada por el grupo y pasando la mirada por todos y cada uno de nosotros, creyéndose muy perspicaz al haber formulado una cuestión lógica: «si antes no nos habíamos visto no puede saber cómo soy» y alzó la cabeza al techo pavoneándose por haber puesto en evidencia –pensaba él– a Pedrolo.

—La chica de los servicios –respondió Pedrolo restándole interés mientras abría y cerraba ante la cara de Ana el paragüitas de papel del cóctel. No estaba dispuesto a darle importancia a aquel tipo, no más de la que se concedía el mismo.
—¿La chica de los servicios? ¿No entiendo? –preguntó con expresión preocupante, pues le había pasado inadvertido el detalle por el que se pudiera deducir que era él a quien esperaba.
—De las dos mesas de billar ocupadas, en una de ellas los jugadores se preguntaron: «¿habrá aquí suavina?», quiere decir que no son asiduos al local; en la otra mesa jugaban peor que yo, o sea, que estabas descartado –prosiguió Pedrolo–. El grupo del fondo de la barra es demasiado joven para albergar a un jugador casi profesional de billar, no de tu edad. La pareja del medio estaba enamorada, demasiado enamorada. No es tu caso. Había otros dos grupos en la barra, uno de ellos muy absorto en sus charlas, y el otro, formado básicamente por lesbianas. No tienes cabida. Y en las mesas: un grupo de sudamericanos, probablemente de Chile; en otra un hombre solo, inglés o irlandés, que no esperaba a nadie. Luego la camarera, la chica de los servicios, te ha mirado repetidamente, como se mira a alguien a quien se conoce y del que, además, se pretende algunos favores. O sea, tú.

El ciudadano Pau escuchó con atención, asintiendo cada vez que Pedrolo deducía con lógica el argumento que lo señalaba a él como la persona esperada. No dándose por vencido y con la esperanza de encontrar alguna grieta en los razonamientos de su oponente, se le ocurrió:
—¿Por qué sabes que el inglés no esperaba a nadie?
—Aún sigue solo.
—¿Y por qué mi pareja no puede estar demasiado enamorada de mí?
—Si así fuera, lo sabría la Sra. Belha.

El volumen de la música pareció descender y hasta el griterío histérico de la sala cedió sitio en el espacio acústico al nombre de Belha. El nombre dio paso a la imagen, y su rostro se instaló en las retinas de Pedrolo, de Ana y de Pau, apagando el brillo que había en ellas. El efecto causado en Ana Cárdenas la llevó a girar en otra dirección y perder el foco en la pared más próxima. Al fin y al cabo era su paciente; ella de copas con los amigos y su paciente «Dios sabrá qué estará haciendo». 

■ ……