14/12/10

32º

■■   A primera hora de la mañana el sol invadía el amplio comedor central situado en la primera planta del edificio consignado a los internos. Desde la terraza contigua, la vista sobre los jardines posteriores de la residencia ofrecía, a esa hora, una imagen incomparable a ninguna otra hora del día. El Dr. Jungson gustaba de cumplir con el ritual matutino de contemplar aquel panorama mientras repasaba mentalmente la situación general de los enfermos, de la clínica, y, sobre todo, de él mismo. Lo hacía al tiempo que disfrutaba del único desenfreno al que sometía a su organismo: fumarse un cigarro. Consumía un único cigarrillo al día, aquel; acompañado de un café largo y de recuerdos que, también a idéntica hora, le acudían puntualmente en forma de rutina diaria con mínima dosis de felicidad.

De felicidad y de dolor a partes iguales, sería más exacto decir. Voluntad para dejar el pequeño vicio no le faltaba, ni siquiera lo consideraba un vicio en el estricto sentido médico, pues no le suponía ningún problema de abstinencia renunciar físicamente a él. Pero un cigarrillo fue lo que compartieron él y ella durante un tiempo, también con el primer café, y no estaba dispuesto a restarle a su memoria el recuerdo que de ella le traía el cigarrillo de la mañana. La escasa convicción con la que le aconsejaba a ella sobre la conveniencia de dejar de fumar, le llevaba a quitarle el cigarro de la mano, le ofrecía a cambio la suya; ella jugaba con la mano de él, trepaba por su antebrazo andando con los deditos uno detrás del otro, subían por su hombro, seguían por el pecho camino de la mano que escondía el deseado cigarro. Él, tontamente, cual payaso ansioso preparando el truco, giraba su torso y soplaba y soplaba con fuerza sobre la incandescencia del cigarrillo apresurando su consumo. «Así fumas menos» le decía. Ella era capaz de mantener el humo en una nubecilla redonda suspendida en el aire entre sus labios abiertos y, rápidamente, succionando la nube de humo hacia el interior, desaparecía como por arte de magia. Luego de filtrar el humo en sus pulmones, lo sacaba en una perfecta chimenea totalmente recta hasta chocar contra la lámpara, donde el humo se esparcía con menos arte. Él no aprobaba, ni como médico, ni como pareja, aquella exhibición insana, pero sus sermones no conseguían el resultado esperado, por lo que acabó fumándose la mitad del cigarrillo de ella. El encanto del momento le llevó a la ocurrencia que si consumía un cigarro entero él sólo, estaría con ella el doble de rato, prolongando así el tiempo como lo hacen los condenados con el último pitillo. Asociaba el sabor de la nicotina a sus labios y le costaba entender cómo algunas personas se quejan del sabor a nicotina en la boca de su pareja «no tendrá los labios de Valeria, seguro» se repite a sí mismo. Algún día, cuando se armase de valor, iría en su busca.

El cigarrillo del Dr. Jungson pasaba por un acontecimiento sorprendente en el hospital, pues nadie entendía que se pudiera fumar un solo cigarrillo al día y no dejarlo con facilidad. Que no vale la pena fumar así, dicen, que la nicotina inspirada con tan sólo una unidad no debería suponer ningún esfuerzo de dependencia a la hora de dejarlo. Era el tema recurrente del personal a cargo. El Dr. Jungson decidió no explicar nunca los motivos de tan anodino vicio, pues, al fin y al cabo, «son psiquiatras ¿qué van a entender?».



     Finalizó su liturgia matinal y se dirigió al comedor con el propósito de supervisar el desayuno de los internos, labor que le gustaba ejercer de vez en cuando, pese a que sus funciones no alcanzaban al control de la dieta. No había  reparado hasta ese momento en la blancura exterior del edificio de internos, se le antojaba de un blanco impoluto, casi virginal ¿lo habrán pintado?  Al momento entendió lo absurdo de la pregunta ya que ninguna reparación de ese presupuesto le hubiera pasado inadvertida administrativamente. Cierto que el sol incidía con rabia sobre el cubo que dibujaba la construcción, pero juraría que ventanas, marcos, cristales y persianas lucían una pulcritud admirable.

El salón  comedor estaba totalmente vacío; las cortinas recogidas dejaban paso a la obstinada fuerza del sol que se imponía desde el cielo hasta el último rincón del aposento, ni los muros tenían consistencia suficiente para impedir su paso. Tan tupido era el manto de luz a lo largo de toda la estancia que parecía no caber nada más en su interior. La sombra del Dr. Jungson se alargó hasta llegar a la cerámica del piso antes de que él llegara a pisarla, y pensó que entrar en ese momento en el comedor significaba usurpar el sitio de un pedazo de sol, cambiar una porción del radiante astro por una vulgar silueta. No parecía justo romper aquel hermoso combinado de árboles, sombras, luz y cielo simplemente para acoger carne humana. Pero, necesariamente, debía de entrar. Lo hizo entre las puertas de cristal abiertas por una de las esquinas del salón para facilitar la ventilación a su interior, que eran cerradas antes de dar comienzo el desayuno. Al apoyar el primer pie con el que pisó dentro del comedor sintió un zumbido en sus oídos similar al que deben realizar al unísono mil abejorros. Examinó desde su posición la estancia en todas direcciones para detectar la procedencia del sonido. No halló nada sospechoso, de hecho, todavía no había entrado nadie en la sala. Oyó pasos y voces que se acercaban desde el patio exterior. Personal de mantenimiento se disponía a retirar de la embocadura las mangueras de regadío, se aproximó a ellos.

     —Buenos días.
     —Buenos días, doctor.
     —¿Saben ustedes si ha habido limpieza general o algo parecido? –escuchar aquellas palabras salir de su boca y sentirse avergonzado fue todo uno. Los empleados se miraron el uno al otro y ambos esperaron a que fuese el otro quien respondiera. Finalmente, se atrevió el más antiguo de ellos.
     —¿Limpieza general? –no acabó de comprender el significado de la pregunta. Era la primera vez que escuchaba al Dr. Jungson cuestionar algo sobre el mantenimiento de la residencia.
     —No, no, señor. ¿Desea usted alguna cosa, doctor? –preguntó, repasando con su  mirada el interior del salón comedor donde encontrar un motivo de suciedad o desarreglo.
     —Discúlpenme, ha sido una… Gracias, lo siento, adiós. –aturdido por su falta de delicadeza, dio media vuelta y se adentró de nuevo en el comedor. Al fin y al cabo ¿quién era él para increpar a nadie sobre la limpieza de tal o cual persiana?
     —¿Se refiere usted a los de la calefacción central? –le preguntó a lo lejos el mismo empleado. El Doctor volvió sobre sus pasos acercándose de nuevo a ellos.
     —¿Quiénes?
     —Ayer se estropeó el depósito general y el mecanismo de distribución del gas que va a parar a los radiadores de calefacción de las habitaciones de las plantas cuatro y cinco. Pero, a media noche empezaron todos a funcionar de nuevo. Esta mañana vinieron del servicio técnico de la compañía del gas y comprobaron que jamás se pudo estropear la caldera, o de lo contrario, no se habrían puesto en marcha los radiadores.
     —Y no se oyeron los gatos –soltó el empleado que hasta entonces no había abierto la boca– fue la primera noche que no maullaron los gatos de más allá de los jardines.
     —¡Cállate! ¿Otra vez con los malditos gatos? –le increpó su compañero, harto de oírle la misma historia de buena mañana.
     —¿Gatos? –repitió incómodo el Dr. Jungson, con la consabida experiencia de que alargar más de lo debido las conversaciones con según quién del personal traía estas sorpresas– Bien, muchas gracias, ahora tengo que irme.

■ ……

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