■■ Inclinado sobre la tapa del inodoro (mañana lo dejo) surgió el recuerdo de mi novela; lo oí como el llanto de un bebé abandonado, haciéndose notar y exigiendo más atenciones. No es la primera vez desde el compromiso con la editorial de acabar la novela que esta desazón se presenta en variada forma: una cálida, por lo que de agradable tiene albergar un reto creativo de esa magnitud, y otra más candente, por el miedo al compromiso mismo y, por qué no admitirlo, al fracaso. Lo que era una gozosa emoción confundida con el júbilo inicial, pasó a convertirse en inquietud desprovista ya del festejo de los primeros días, para acabar en una sacudida que se presenta sin previo aviso y, cada vez, con mayor frecuencia. Se hace especialmente intensa, por ejemplo, al tomar un vino –justo al sostener la copa por primera vez–, o al marcar el número de teléfono de alguna amiga –exactamente al coger el móvil–, o cuando decido, en lugar de ponerme a escribir, ver alguna película –es bajar la web de peliculasyonkis.com ¡y la náusea ya está aquí!–. Ni un descanso me da el nuevo hijo este que he parido; no me deja en paz, reclama constantemente mi atención y la requiere para todo el tiempo. Una alarma con inteligencia propia que se dispara al detectar la más liviana pérdida en mi tiempo vital.
Inoportuno momento eligió el cargo de conciencia para tocarme los cojones: el rulo en una mano, la papela en la otra y la superclencha sobre el plástico de la taza. «Ya hablaré mañana conmigo mismo, tampoco viene de aquí».
El bar se había animado mientras tanto, me aproximé al grupo que charlaba alegremente sobre no sé qué asunto de una pareja de novios en crucero de placer que irrumpiendo ella en el camarote se encontró al que sería su futuro marido en brazos (mejor dicho, en piernas) de un fornido camarero marine; el novio se excusó con el socorrido «te lo puedo explicar», a lo que ella le respondió: «Sí, pero desde fuera» echándolo a los pasillos y quedándose ella con el dueño de aquel falo dispuesta a rematar la faena. Faltó por aclarar si la solidaria pareja acordó idéntica solución toda vez que uno de los dos se enfrascase en alguna infidelidad, incluyendo la coparticipación como cláusula inapelable del futuro matrimonio. No se explicó.
—¿Cómo sabías que era yo? –inquirió el nuevo invitado a Pedrolo. Preguntó con la precipitación justa para demostrar su afán de protagonismo ante los presentes, situándose en el centro de la melé formada por el grupo y pasando la mirada por todos y cada uno de nosotros, creyéndose muy perspicaz al haber formulado una cuestión lógica: «si antes no nos habíamos visto no puede saber cómo soy» y alzó la cabeza al techo pavoneándose por haber puesto en evidencia –pensaba él– a Pedrolo.
—La chica de los servicios –respondió Pedrolo restándole interés mientras abría y cerraba ante la cara de Ana el paragüitas de papel del cóctel. No estaba dispuesto a darle importancia a aquel tipo, no más de la que se concedía el mismo.
—¿La chica de los servicios? ¿No entiendo? –preguntó con expresión preocupante, pues le había pasado inadvertido el detalle por el que se pudiera deducir que era él a quien esperaba.
—De las dos mesas de billar ocupadas, en una de ellas los jugadores se preguntaron: «¿habrá aquí suavina?», quiere decir que no son asiduos al local; en la otra mesa jugaban peor que yo, o sea, que estabas descartado –prosiguió Pedrolo–. El grupo del fondo de la barra es demasiado joven para albergar a un jugador casi profesional de billar, no de tu edad. La pareja del medio estaba enamorada, demasiado enamorada. No es tu caso. Había otros dos grupos en la barra, uno de ellos muy absorto en sus charlas, y el otro, formado básicamente por lesbianas. No tienes cabida. Y en las mesas: un grupo de sudamericanos, probablemente de Chile; en otra un hombre solo, inglés o irlandés, que no esperaba a nadie. Luego la camarera, la chica de los servicios, te ha mirado repetidamente, como se mira a alguien a quien se conoce y del que, además, se pretende algunos favores. O sea, tú.
El ciudadano Pau escuchó con atención, asintiendo cada vez que Pedrolo deducía con lógica el argumento que lo señalaba a él como la persona esperada. No dándose por vencido y con la esperanza de encontrar alguna grieta en los razonamientos de su oponente, se le ocurrió:
—¿Por qué sabes que el inglés no esperaba a nadie?
—Aún sigue solo.
—¿Y por qué mi pareja no puede estar demasiado enamorada de mí?
—Si así fuera, lo sabría la Sra. Belha.
El volumen de la música pareció descender y hasta el griterío histérico de la sala cedió sitio en el espacio acústico al nombre de Belha. El nombre dio paso a la imagen, y su rostro se instaló en las retinas de Pedrolo, de Ana y de Pau, apagando el brillo que había en ellas. El efecto causado en Ana Cárdenas la llevó a girar en otra dirección y perder el foco en la pared más próxima. Al fin y al cabo era su paciente; ella de copas con los amigos y su paciente «Dios sabrá qué estará haciendo».
■ ……
0 comentarios:
Publicar un comentario