■■ La zona wc estaba muy concurrida, como es habitual. En la cola y aledaños, pequeños grupitos charlaban animadamente los unos y con rutina los otros. Puse en marcha el entretenido juego de adivinar quiénes ya han entrado a cumplir con la reglamentaria pócima, y quiénes no lo han hecho aún. Admito mi ventaja en esta adivinanza, pues a estas alturas del campeonato me resulta enormemente sencillo saberlo, casi lo certificaría. Acepto, incluso, apuestas donde se contemplen las siguientes variables: 1. Tomará la primera de la noche. 2. Está en pleno subidón. 3. Lleva un buen rato tomando. 4. Busca como un desesperado. 5. Ni ha tomado, ni tomará.
Los tres tipos que tenemos delante en la cola se encuentran entre la primera y tercera fase; uno de ellos está en blanco todavía, no dice ni mu y las impacientes miradas a la cabeza de la cola lo evidencian; el segundo anda atareado en la búsqueda de público para su exhibición personal, gesticula y se expresa como lo haría un actor presumido, esforzándose en conseguir la mayor expresividad posible en los labios. Habría sido muy efectivo si no fuera por el «estoy aprendiendo mucha informática» que se le oyó justo en el momento en que se le desplazó la quijada incontroladamente; está en fase dos. Y el tercero intenta separarse los dientes delanteros inferiores con la uña de su índice, mirando tal mangosta en su duna de tierra en turno de guardia: no se le escapa un movimiento de nadie del local. Fase tres.
—¿Cómo has conocido a Pedrolo? –le pregunté a Pau, cuando reparé en el mucho tiempo que llevaba prediciendo la toxicidad ajena sin prestarle el menor caso al invitado; al fin y al cabo él se encontraba allí a petición nuestra, de la Sra. Belha, de Pedrolo, o de quien fuese, pero nos había hecho el favor de venir.
—No lo conocía. La Sra. Belha me pidió que viniera para conocernos.
La cola avanzó hasta dejarnos los primeros en el semáforo. El estómago entero y mis entrañas sabían que ahora nos tocaba a nosotros. Todos los órganos de mi cuerpo lo saben antes que yo. La euforia que precede a la dosis es incontenible, aún más fuerte que la dosis misma.
—Me dijo que pasaría un compañero de la clínica, amigo de Marc, su hijo; que quería hablar conmigo del asunto. Y aquí estoy. Lo que no sé es cómo sabía tu amigo que era yo a quien esperaba, porque no nos habíamos visto antes.
—¡Ja! Bienvenido al club –le dije sabiendo con antelación que no entendería nada–. No tengo ni idea, ya te acostumbrarás, tú tranquilo.
—Bueno –dijo ese bueno como se lo había oído decir en tantos años a cientos de personas extrañados por el mismo fenómeno.
—Entro yo y te la dejo hecha.
—Ok.
—¡Paulillo! ¡Niño! –gritaba una tía desde la puerta de los lavabos.
—¿Está aquí, no? –me preguntó la chica dentro ya de los servicios mismos, con menudo acelerón que llevaba encima.
—Ah, no sé –le respondí ignorando de quien se trataba. La cosa no está como para ir dando información del personal en un wáter.
Paul abrió la puerta y ella entró rápidamente. Iba todo puesta y no estaba por la labor de disimularlo ni un pelo. «Hazme una bien grande» le decía. Mientras tanto ruido de ropa que roza contra la piel. Sonido de hierros de correas que chocan entre sí. «Espera, espera» dice él. Pero ella no esperaba. Gomas elásticas topan contra la carne. La esnifada de la niña se oyó desde el parking de la Gran Vía, con el inconfundible «Haaaagg» propio de después de la inspiración. Debía pensar que aunque la discreción es una cualidad muy recomendable para andar por el mundo, no es obligatoria. Y tenía razón.
Lo que escuché a continuación se podría describir con más o menos poesía, eligiendo una prosa rica al modo de Nabokov en Lolita, o extendiéndome con un largo párrafo imitando a Almudena Grandes en alguno de sus fantásticos relatos eróticos, pero creo que lo más explícito es decir que el ruido que se oía era el de una mamada de polla. La piba le estaba comiendo el rabo al amigo. Inconfundiblemente. La mamada se oía. Y ya está. Estaba siendo igual de indiscreta chupando que había sido indiscreta esnifando. Eso es.
Y allí me tienes a mí escuchando como el miembro del Paulillo este de los cojones topaba con la garganta de aquella tipa que no sé de dónde coño había salido, pero allí estaba la hijaputa. Porque se oía en la garganta. Es el ruidillo ese que hacen algunas tías cuando comen rabos, como si fueran a ahogarse, o yo qué sé. «Y encima no puedo irme de aquí» pensaba yo..
—¿Salen o no? –se quejaban desde la cola. La verdad es que hacía un buen rato que estaban dentro.
Se abrió la puerta. Salió la tipa disparada, limpiándose los labios y arreglándose la ropa. Ni me miró siquiera. Tras ella el escurrido inquilino del wáter de la última media hora:
—¡Uff!
—¿Ya está? –pregunté.
—No, toma. Háztelo tú, te espero en la barra.
Y el tronco salió del lavabo.
—… en tu puta madre.
■ ……
lachosse@gmail.com
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