■■ En la sala de espera de la editorial me preguntaba cuántos escritores habrán existido que hayan simultaneado la insigne carrera de escritor con la delincuencia. Descarto a los escritores-maleantes que redactan editoriales en los medios a favor de los corruptos de siempre, los de cada cuatro años, éstos se distinguen porque en cada párrafo incluyen la palabra «responsabilidad». Elimino también a los escritores-adoquines, fácilmente identificables por su afán en convencernos de que la investigación sobre la tienda en la que Tolstoi compraba la mermelada tiene algún interés para la literatura. Luego están los escritores-abuelita. Los que más abundan. Son una especie de silbato con patas, siempre recordándonos que «la ley es la ley», que el mundo funcionaría mejor «si todos contribuyéramos un poco», y suelen estar de acuerdo con las cámaras de videovigilancia cada cinco metros porque ellos no tienen nada que ocultar. En efecto, no necesitan esconder nada porque los cuernos son transparentes, al menos de momento.
Escritores pánfilos o bellacos los ha habido siempre y los seguirá habiendo, no hay ninguna duda al respecto. A juzgar por el número creciente de vendidos con los que se topa uno a diario por esos mundos de dios que nadie sufra por una sequía de escritores cabronazos que no la habrá. Ahora bien, estos pertenecen a la especie de escritores “mantenidos” por alguna de las partes interesadas, y yo pensaba en los escritores criminales. De los de verdad. Profesionales del robo, del atraco, falsificadores, traficantes, violadores, pederastas, asesinos. Gente capaz de alternar unas joyas con pistola con una poesía de Baudelaire; abusar de una niña hasta la muerte y, de seguida, leer al joven Werther; soñar la Florencia de los Médicis recordando que mañana le espera un cuerpo aún con vida; leer a Machado mientras está a la espera de extirpar un riñón a la fuerza. Imaginaba a un secuestrador después de mantener escondido durante días a un empresario, ansioso por volver a casa y terminar su relato “desayunos con Balzac”. ¿Habrán podido hacerlo? Calmé mi agitada conciencia y mi moralina súbita respondiéndome que sí ¿Me creo mejor que ellos?
—¿Sr. Lachosse? —interrumpió mis macabros pensamientos el empleado de la editorial—. Adelante.
Se apartó al tiempo que extendía su brazo invitándome a entrar a la sala de reuniones. El ambientador denotaba que alguien con gusto estaba a cargo de los pequeños detalles. La reluciente mesa de madera ovalada ocupaba una de las mitades de la sala, en la otra, un amplio sofá color negro en forma de ele garantizaba reuniones más personales, una vez ganada la confianza de las primeras negociaciones.
Alba fue la primera en levantarse, los otros dos lo hicieron en el orden según su categoría jerárquica, el director general fue el último, por supuesto. Cuando me hube sentado percibí la frialdad de la situación de mi silla respecto de la del trío, demasiado alejada de la mesa. Se me ocurrió pensar que no había sido la misma persona encargada del ambientador la que dispuso mi asiento.
Luego de las presentaciones de rigor empezó hablando Alba:
—¿Todo bien, señor escritor? —me preguntó con toda la seducción que fue capaz de meter en sus ojos y labios.
—Casi, escritor —le respondí—. No me atrevo todavía a considerarme un escritor.
—Nosotros sí le consideramos —interceptó el mandamás— tiene usted madera de escritor. Hay algunas cosillas que se podrían corregir, pero a buen seguro que lo hará con el tiempo usted mismo.
—Muchas gracias —dije a punto de ruborizarme—. Su opinión es muy importante para mí.
El tercero de ellos, situado a la izquierda del jefe, que se encontraba en el medio, apuntó rápidamente algo, como para no olvidarse, y deduje que era un psicólogo de esos que están presentes en las reuniones preliminares para anotar toda expresión y detalle digno de análisis. Me inspeccionaba detenidamente, alguien debería decirle que disimula fatal su función.
—¿Cuánto llevas escrito? —preguntó Alba— ¿Has adelantado algo más?
—Sí, tengo diez páginas más —en realidad eran veinte, que tenía intención de guardar en el horno, pero la vi tan interesada en el avance de la novela—.
El director movió sus manos con gesto de asombro:
—Es sorprendente —siguió—, no tenías nada escrito y en tan sólo seis días hiciste cuarenta páginas bien corregidas.
—Estoy sin trabajo —confesé— y puedo escribir durante todo el día. Además, se lo debía a Alba. Y a ustedes, por supuesto.
—¿Puedo preguntarte de qué vives, Lachosse?
—Sí, señor, si puede. Vivo del estado, cobro el subsidio de desempleo. Me quedan unos pocos meses aún —dije, de hecho finalizaba la prestación el próximo mes, pero no quería dar la impresión de estar muy necesitado.
—La editorial está dispuesta a anticiparte mensualmente la cantidad de seiscientos euros a cambio del compromiso por tu parte de entregarnos cuarenta páginas al mes, durante tres o cuatro meses. Y los derechos exclusivos sobre la novela, claro está. ¿Qué te parece?
—¿No pueden ser mil?
—De momento, no.
El director entrelazó los dedos de sus manos situándolos en la barbilla, apoyó los codos con comodidad sobre la mesa y arrugando el entrecejo preguntó receloso:
—Los hechos que relatas en la novela ¿son autobiográficos?
Y no supe qué responder.
■ ……
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