21/11/10

28º - La bola 9 (II)

■■   De camino al salón de billares del Snooker paramos en “La barca del pescador” a tomar unas tapas. El marisco de este sitio déjalo correr y el albariño Martín Códax con que se debe acompañar, sin comentarios. Hay que ahorrar unos cuantos días para pedir aquí como hay que pedir: sin miramientos; menos mal que Pedrolo se estiró espléndidamente con nosotros y así pudimos degustar lo mejor de la casa, las bocas y los langostinos. La psiquiatra no paraba de mojar pan en la cazuelita de calamar en su tinta, y cuando descansaba, era para mirar boquiabierta a mi amigo, prendada la tenía. Ella no intentaba disimular lo más mínimo, así que me dispuse a pasar un buen rato a costa de mi colega.

     —O sea que ¿tú eres la famosa Doctora Cárdenas? —le pregunté guiñando un ojo a Pedrolo.
     —¿Famosa? —preguntó atenta, pues se percató de mi gesto.
     —Éste —lo señalé con el pulgar, con desprecio— no para de hablar de ti todo el santo día. Me tiene la cabeza rota, pensaba ir al psicólogo, pero ya que estás tú aquí.

     Él cambió de posición encarando al público como si buscara a alguien, haciéndose el sueco.
     —«La Dra. Cárdenas por aquí, que si Ana Cárdenas por allá». ¡Joder, qué pesado!

     Ella esbozó una sonrisa y, seguidamente, lo miró con ternura. Cuando él se vio libre de la mirada de ella dirigió sus ojos como platos hacia mí, sugiriendo: «No te pases, tío». Tuve en consideración el aprieto en el que lo estaba metiendo y me apresuré en su ayuda:
     —«Que si los ojos de Ana son así, que si los labios son asao» —ella, divertidísima, no paraba de beber como una loca y él tiró el trozo de pan sobre el mostrador.
     —Luchi, ¡no me jodas!
     —No disimules ahora, Pedrolo —yo haciendo el papel totalmente en serio—. Afronta la situación como un hombre y no seas falso.
     —Luchi, ¡me cago en…!
     —«Que si hoy es sábado y ya no la veo hasta el lunes» Sí, sí, tal como lo oyes —Ana disfrutaba como una niña en su fiesta de cumpleaños; se sentía el centro de las miradas, el centro de la conversación y, quizá, el centro del corazón que deseaba ocupar.

     El sonrojado amigo interrumpió la función:
     —Un momento. A ver, yo no…
     —¿Alguien te ha preguntado algo, Harry Potter? —le corté. Fuere el que fuere el sentimiento de él hacia ella yo no estaba dispuesto a que finalizase abruptamente el momento ilusionante que estaba viviendo la chica.
     —Quiero decir…
     —Tú no puedes hablar porque tienes… —agarré un langostino por la cola y se lo metí en la boca— ¡la lengua ocupada!

La risa le provocó un leve ahogo y el movimiento rápido de su brazo derribó la copa de Ana al suelo. Él quiso apartarla de la zona de cristales rotos, protegiéndola, y le extendió la mano para que ella la tomara en ayuda. Y ella la tomó. Y mantuvieron sus manos unidas más allá de los segundos reglamentarios al efecto. La euforia les llevó a afanarse juntos facilitándole la tarea al camarero apartando los taburetes; dejaron juntos las chaquetas en la barra pequeña; volvieron a ocupar los taburetes a la par. Pedimos vasos nuevos y otra botella de albariño.

Pedrolo alzó su copa:
     —¡Larga vida!
     —Y por el amor —dije yo. Aunque ya no era necesario, sus miradas coincidieron de nuevo y esta vez no se esquivaron con rapidez. Tomé la copa, aparté la vista hacia la barra y me dije: «¿Por qué somos tan geniales los hijoputas nocturnos?» Y llamé a Susan, la alemana.



     Había una mesa libre de billar americano en el Snooker, así que le dije a Pedrolo que cogiera un taco mientras Ana pedía unos cócteles. Parecía que iba a salir volando con él, ni puta idea tenía. «Que no es una escoba» le dije. Coloqué las bolas en forma de rombo, para jugar a la bola nueve: en la primera fila la bola uno, segunda fila las bolas dos y tres, etcétera. Le expliqué que cuando no se sabe jugar lo mejor es situar los cuatro dedos de la mano izquierda sobre la mesa y el dedo pulgar hacia arriba, mirando al techo, apoyando el palo entre el pulgar y el nudillo del dedo índice. Es lo más seguro para empezar a jugar mientras se toma algo de soltura con el taco y las manos, para pasar más tarde a cogerlo de la forma idónea, que es formando un círculo con las yemas de los dedos índice y pulgar y haciendo pasar el taco por entre medio de éstos.

Explicaba las reglas del juego a Pedrolo, que no hacía el más mínimo caso. Los deportes no le interesan para nada, es más, se ríe de ellos y de los espectadores; y se pregunta cómo es posible que la plebe invierta tanto tiempo en ver jugar a los demás. Razón no le falta, aunque esa es una opinión muy extendida entre todos aquellos que en su niñez no jugaron a nada y, por tanto, nada saben. Cuando tu papá te llevaba de pequeño a ver partidos de fútbol los domingos por la mañana; cuando has pasado parte de tu infancia jugando en la calle y viendo jugar por televisión, practicar y ver practicar algún deporte es una afición maravillosa. Valorar la dificultad en la destreza de los movimientos, sea fútbol, básquet, o billar, es un disfrute que se mueve a igual altura que contemplar un Goya. Ahora bien, si no sabes jugar a nada, como le pasa a Pedrolo, entonces es fácil recurrir contra el borreguismo que rodea al mundo del deporte, que nada tiene que ver con el verdadero placer: el virtuosismo de los jugadores. Hay más sabiduría en los movimientos de balón de Maradona que en “el principio de no contradicción” de Aristóteles, entre otras cosas porque Maradona demostró físicamente que sus propuestas eran posibles.

Cada vez que tiraba Pedrolo era un drama. No atinaba con la bola, raspaba el tapete, tiraba una bola al suelo, se le iba el taco de las manos. La Cárdenas se divertía viendo la cara de aburrimiento que yo tenía. Es tedioso jugar con alguien que no sabe, casi prefiero tenerlo como compañero a jugar en su contra; el juego se convierte en un acto de beneficencia al que, además, no paras de dar ánimo: «Muy bien» cuando por fin toca bola. «Huy, casi» cuando pasa a un palmo del agujero. Y así todo el rato.

   —¿Queréis hacer unas parejas? —pregunté a un grupito de mirones.
   —Yo no juego más —dijo Pedrolo, encantado de que yo tuviera otras posibilidades de juego que no lo incluyeran a él—. Voy a pedir otros cócteles.

   Y se dirigió hacia la barra. Ana fue detrás.
   De entre el grupo de mirones uno de ellos se ofreció a jugar «pero al normal, lisas y rayadas» dijo. Le cedí la salida a mi oponente. Tenía buen toque de bola, tiraba con decisión, un poco precipitado, tal vez. La precipitación suele ser un error común en este juego, y en tantas otras cosas, pero aquí se nota mucho más debido a la concentración a la que el propio juego obliga. Se envalentonó el chico introduciendo cuatro bolas lisas cuando Pedrolo y la Cárdenas vinieron acompañados de un nuevo conocido y una bandeja repleta de cócteles.

   —Son para probar —dijo Ana—, uno, dos, tres… ocho y nueve. ¡Nueve, como el juego ese que tú decías, Luchi!
   —¿De dónde has sacado nueve cócteles?
   —Cortesía de aquí, un amigo —dijo Pedrolo—, te presento a uno que sí sabe jugar.
   —¿Tú de dónde has salido? —le pregunté.
   —Yo era amigo de Marc —dijo.
  
   Al principio no supe quien era Marc, ni qué hacía allí el tipo aquel a quien Pedrolo se afanó en buscar tan rápidamente. No había ni empezado la partida con aquel mirón y Pedrolo ya había encontrado al amigo del hijo de la Sra. Belha. ¡Joder! «Ni la digestión puede hacer uno con tranquilidad». La cena tan guapa que nos habíamos metido, las copas fantásticas del garito y, ahora, hay que empezar a buscar a los asesinos de yo qué sé quién coño. Yo lo que quiero es colocarme y luego follar con Susan ¡hostia! ¿dónde está Susan? Habíamos quedado allí mismo ¿qué la pasaba que no venía? Empecé a agobiarme con la obligación de tener que ponerme las pilas con el asunto de la puta bola nueve de los cojones cuando el tipo aquel, adivinando mi estado de hastío, me dijo:

   —Tranquilo ¿quieres una raya?
   —Tú y yo nos vamos a llevar bien —le dije alargándole la mano— yo soy Luchi.
   —Pau. Paulillo —me dijo sonriendo por la alegría evidente que su oferta de clencharnos produjo en mí— Vamos, te voy a presentar a una piba.

   Ni piba ni hostias. Él sabía que Pedrolo no tomaba y fue la excusa para dejar allí al par de tortolitos en sus taburetes rodeados de cócteles y adentrarnos en el misterioso mundo de los lavabos con la tapa de wáter bajada.

   —Encantado de conocerte, Paulillo.


■ ……


lachosse@gmail.com

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