■■ Cada vez que paso junto al edificio de la Diputación, en Rambla Catalunya-Diagonal, más conocido por el «mitad antiguo mitad moderno» suelo mirar hacia arriba con la inútil intención de ver el fenomenal tejado modernista que en una época contemplaba a diario desde el balcón de los pisos superiores del edificio de enfrente. Para observar el tejado hay que encontrarse a la altura idónea, claro está, y no a ras de suelo. Acto reflejo tonto e inservible que define nuestra absurda personalidad.
Giré por Vía Augusta y me propuse subir caminando hasta la clínica Burgoll; hay un buen trozo, así que cuando llegue estaré sediento de las cervezas y hambriento de las tapas que Pedrolo ha prometido invitarme. Me dijo de ir a jugar al billar al Snooker ¿al billar? pero si Pedrolo es una verdadera calamidad para los juegos, de mesa o de campo, igual da. ¿Y al Snooker, nada menos? El Snooker es un salón de juegos-coctelería, donde se dan cita clientes que juegan tan bien al billar que te coges una depresión. He perdido incontables veces en el Snooker, aunque te repones fácilmente con el surtido de whiskys de Malta.
Cumplo con la tradición de detenerme ante los escaparates de los establecimientos antiguos de Barcelona, la relojería Unión Suiza es uno de ellos. Una vez que la costumbre me revela que lo expuesto ya no me interesa como antes, caigo en la cuenta que el acto se debe más a la inercia adquirida durante años de la mano de una psicótica de las vitrinas que a otra cosa. También tiene algo de maniobra infantil: la atracción de las luces anuncia cosas nuevas, últimas, de moda, bien ordenadas y sabiamente mostradas, pijaditas lustrosas y caras, inalcanzables entonces y aún hoy.
Buscaba las etiquetas con los precios en Massimo Dutti cuando un claxon insistente y voces dirigidas a mí se detuvieron en forma de coche con Pedrolo y chica al volante.
—¿No habíamos quedado en la clínica? —le pregunté a Pedrolo.
—¿Sí?
—Iba caminando hacia allí —le dije.
—¡No!
—¿Y si no me hubieras visto?
—¡Anda!
—¡A tomar por culo, brujo de los cojones! —le dije harto de su seguridad maldita. Subí a la parte trasera del vehículo. Ella se presentó como Ana Cárdenas, psiquiatra y compañera de trabajo.
—¿Es un poco brujo, verdad? —se lo puse en bandeja a la chica y ella no desaprovechó la ocasión para que yo le confirmase algún numerito que, me imagino, Pedrolo les habría concedido ya a estas alturas en la clínica.
—Sólo con aquellos a los quiere —dije entregándole una información que ella valoraría según su interés.
Él cortó por lo sano:
—Luchi ¿qué es la Bola 9?
—¡Hostia! ahora quiere aprender a jugar al billar —dije al aire que entraba por la ventanilla—. Es una modalidad de billar americano. Es muy popular en Estados Unidos porque las partidas son rápidas y se puede ganar mucho dinero en poco tiempo. Se juega con las bolas número uno a la nueve. Hay que tirar contra la bola de menor número que haya en la mesa y el que introduzca la bola nueve gana.
—¿Está de moda aquí en Barcelona?
—No en lugares púbicos. Aquí se juega en bares y salones a la bola 8, el típico de lisas o rayadas. Las partidas duran más.
—¿Y en locales privados? —insistía más allá de la simple curiosidad.
—¿Por qué te sientes tan atraído de pronto por esa especialidad de billar?
—Porque al hijo de una paciente de la clínica lo asesinaron jugando a la bola 9. Y voy a averiguar quién lo hizo.
Ana Cárdenas se llevó un susto de muerte, giró bruscamente el volante para detenerse en un chaflán y a punto estuvo de llevarse por delante a un motorista que circulaba por el carril bus. Tiró con fuerza del freno de mano tras el frenazo.
—¿Queeeé? —gritó la doctora mientras a algún conductor de por ahí fuera se le escuchó mentar a nuestra familia.
La frialdad con la que abordó la delicada situación me proporcionó, una vez más, la certeza absoluta de que se metería en camisas de once varas y asumiría los riesgos necesarios que a buen seguro se encontraría. O, mejor dicho, nos encontraríamos. Yo ya estaba metido en el ajo, así, por las buenas. Me veía jugando al puto billar todo el santo día y sus correspondientes noches, claro.
—¿Quién te ha mandado meterte en esto? —le increpó la acalorada conductora.
—Y de paso… —se interrumpió Pedrolo, cavilando con la vista puesta en un invidente que a tientas cerraba su minúsculo quiosco de venta de lotería. Observaba la destreza del viejo ordenando los objetos de la bandeja inferior de la ventanilla; en cómo repasaba el pequeño mobiliario que debería encontrar en el punto exacto al día siguiente; palpaba cristal, puerta, cerradura y llave con la sabiduría de quien tiene tacto en lugar de ojos, y Pedrolo supo cuánta maestría había en sus dedos. «Si yo pudiera tocar así» se dijo.
Unos jóvenes rapados pasaron junto al quiosco, llevaban un enorme rottweiler que tiraba con tal fuerza del portador de la cadena que obligaba a éste a un esfuerzo superior al normal. Cuando estuvo a la altura del ciego, hizo un movimiento látigo de la correa provocando la furia del perro que se tiró hacia el hombre con sus patas delanteras en alto mientras el dueño sujetaba lo justo para que el animal no lo rozase. El ciego, asustado, entró de nuevo en su quiosquito para refugiarse. Los chicos disfrutaban con el poder que el enfurecido bicharraco les concedía. Los transeúntes, temerosos, atravesaron la zona arrimados a la pared del edificio y proseguían su camino.
Pedrolo descendió del coche y pasó por entre la batería de vehículos aparcados en primera fila. El portador insistía al animal «¡vamos, grrrr, vamos» mientras el resto de soplagaitas se partía el pecho observando al tembloroso vendedor en su garita. El perro apoyó sus cuatro patas en firme y cesaron los ladridos. El animal, repentinamente calmado, no respondía a las órdenes provocativas del dueño. Sereno, dio media vuelta en torno a sí, y de espaldas a la cabina del ciego, movía la cabeza y cola dando muestras de una inesperada alegría que contrastaba con la furia mostrada momentos antes. La banda de pelados se decepcionó al ver finalizada la exhibición pública de pánico ante el incomprensible comportamiento pacífico del animal. «¿Qué pasa?» se miraban unos a otros. Dueño y colegas giraron en idéntica dirección a la del perro. Pedrolo miraba fijamente a sus ojos, el hermoso ejemplar hacía lo mismo dejando ir un débil y extenso aullido dirigido al cielo.
Las botas de militar que calzaban los neandertales iniciaron el paso alejándose de allí, sus amos nunca sabrían por qué decidieron irse, simplemente, ellas los llevaban. Tomé a Ana por el brazo y nos aproximamos a nuestro amigo. Ella comprendió entonces que había sido inútil la pregunta y el tono de reproche que hizo a su amado compañero. Supo que no podía evitar nada de lo que hacía, porque esa era su función en este mundo. Pedrolo puso fin a la charla comenzada en el coche antes de descender:
—… y de paso curaremos a la Sra. Belha.
■ ……
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