12/12/10

31º

■■   Se apagan las luces en la clínica Burgoll. El alumbrado mínimo nocturno acalla las voces de los pacientes que se resisten a abandonar la porción de tiempo que más les gusta: el día. En el día están los compañeros, las charlas, la comida, la tele y las visitas. También hay medicinas, pero se toman entre juego y riña, y parecen otra cosa. En el día hay ruido, teléfonos que suenan, voces de enfermeras, coches en la calle, puertas que se abren. Gente. Hasta mañana todo eso se acabó. Antes hay que pasar la tormentosa noche, con su posición horizontal y su maldito silencio. Durante el día se puede gritar, por la noche ni hablar siquiera. La mañana, el día, es una terapia en sí misma; la noche, es la enfermedad propiamente dicha. Espaldas, riñones, cabezas, cuellos, insomnios, uretras, próstatas, vejigas, pulmones, miedos y paranoias. Todo esto abunda más por la noche que por el día y, por si fuera poco, en las noches hay menos médicos. Ocho horas que dura la nochecita. Más del cincuenta por ciento de los ataques, insuficiencias, paradas y todas las mierdas que les pasa a los cuerpos ocurren durante la noche. La noche enfrenta al enfermo a solas con su enfermedad, y lo peor de todo: mirando al techo. En los hospitales no debería de haber techos.

     Sentada sobre la cama, la Sra. Belha sostenía dos comprimidos en una mano y en la otra un vaso de agua. Se encontraba en esa posición desde hacía un buen rato, contemplando las pastillas con la mano totalmente abierta. Observó que, por momentos, un reflejo luminoso le hacía perder la visión total de las píldoras. De pronto, volvía a verlas con toda perfección y, cuanta mayor fijeza ponía en su mirada, con mayor fugacidad volvía la leve luz blanca al centro de su mano, impidiéndole de nuevo ver las redondillas blancas. Disminuía el reflejo y vuelta a empezar.

Antes, en el salón, mientras miraba el televisor (ciertamente sin mucho entusiasmo y llevada más por la inercia de las cabezas de sus compañeros alineadas en la misma dirección, que por el interés de las imágenes), un fogonazo blanquecino en mitad de la pantalla le impidió ver la imagen central. Más tarde, camino de la habitación, apareció de nuevo el destello sobre el suelo, delante de sus pisadas, siempre a la misma distancia de los piececillos; avanzaba a ritmo lento, a la misma velocidad que ella, mientras la sorprendida Sra. Belha se veía como una espectadora que llega tarde al cine y es ayudada por la linterna de un acomodador invisible. «Debe de ser los efectos secundarios de la medicación» se dijo. El foco la dirigió hasta detenerse en el umbral de una habitación, la suya, para oscurecerse hasta desaparecer; ella, examinó el pasillo a izquierda y derecha, estiró el cuello hasta asomar la cabeza por el interior de la habitación con cuidado de no pisar en el vacío que la misteriosa luz había ocupado en el suelo, y comprobó el estado de las cosas. Los ronquidos de su compañera de cuarto le anunciaron que todo estaba en orden.

Y ahora seguía allí, sentada sobre la cama, en aquella ridícula posición de ofrenda a los dioses: pastillas en una mano, vaso con agua en la otra y un haz de luz que se presentaba de imprevisto y la tenía paralizada, haciéndole más difícil la tarea de llevarse las píldoras a la boca, no fuera que en el momento de intentar tragárselas se presentase el cegador destello y lo tirase todo por tierra, o peor aún, que arrojase el agua sobre la cama, lo que precisaría de la atención del enfermero para arreglar el desaguisado. Se empezaba a impacientar cuando el resplandor irrumpió de nuevo, ahora con más fuerza, iluminando ambas manos, siendo imposible ver, no ya el contenido, sino, las manos mismas. Eran dos verdaderas antorchas que reflejaban una espléndida luz blanca sobre la pared de enfrente, más aún, sobre las cuatro paredes de la habitación. Temió que el enorme resplandor despertase a Esperanza, que bastante ocupada la tenía todo el santo día vigilándola por los intentos de suicidio, como para molestarla también de noche en pleno sueño. Bien pensado, lo más grave sería dar las explicaciones que su compañera le exigiría ante semejante exhibición de fuego artificial. «¿Explicaciones?», «¿cómo voy a explicar esto?» se preguntaba la buena de Belha, «¿de dónde viene?» miraba en todas direcciones, segura de que alguien más había allí, entre ella y aquel esplendor.

Reconocía el fenómeno como extraordinario, incluso irreal, podría ser que no estuviera ocurriendo, que la luz que veía emanar de ella misma, no emanase en verdad. Pero, aún siendo imaginario, un espejismo de su mente debilitada, la respuesta a sus plegarias en forma de luminoso enigma, no estaba sola. No se sentía sola. Podría estar ya muerta, y aquel albor ser la bienvenida a la otra vida, la entrada al nuevo mundo, a donde había intentado llegar antes de tiempo por medio del atajo rápido que ofrece la vida: quitándosela. No lo consiguió porque los médicos lo evitaron, pero no recordaba haberse quitado la vida hacía poco rato. De estar muerta lo estaría por haber perdido la vida recientemente, «no creo que esta sea la muerte del suicidio de hace una semana» elucubraba con lógica la buena de Belha. Se fijó en que el cristal de la ventana devolvía una imagen similar a la del hada fantástica envuelta en una inmaculada luz, cuando llamaron a la puerta.

     —¿Sra. Belha?
     Las mágicas luces se apagaron de inmediato, dejando la habitación a expensas de la tenue lucecita de la mesilla de noche. La puerta se abrió.
     —¿Qué es tanta luz? –inquirió el enfermero mirando hacia la lámpara del techo, que estaba apagada– ¿Por qué no está acostada ya?
     —Sí, ahora me acuesto, iba a tomarme… –observó sus manos vacías, sin las pastillas y sin el vaso de agua. El vaso estaba vacío en la mesita y de las pastillas, ni rastro.
     —¿Se ha tomado la medicación, Sra. Belha?
     —Sí, sí, hace rato. Estaba pensando en…
     —Vamos, es hora de dormir. Es tarde, acuéstese ¿de acuerdo?
     —Enseguida, sí, estaba… –y se dispuso a ponerse el pijama mientras el enfermero cerró la puerta. Buscó las píldoras por encima de la cama, de la mesita, por el suelo. No las encontró, mañana las buscaría, no era cuestión de que el personal encontrase las medicinas tiradas por ahí. ¡Menuda se armaría! ¿Y el vaso de agua? No recordaba haber bebido agua, ni mucho menos el vaso entero. Nada de ello le preocupaba ahora, quería acostarse, apagar la luz y pensar, pensar y soñar. En su hijo, quería pensar en su hijo, imaginar sus bonitos ojos verdes y hablarle. Decirle que ya no tenía miedo, que había encontrado el medio de acercarse a él y que no lo abandonaría jamás. «¡Son de verdad, las luces son de verdad! –y se durmió al instante.

■ ……

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