30/11/10

29º - La Bola 9 (III)

■    La zona wc estaba muy concurrida, como es habitual. En la cola y aledaños, pequeños grupitos charlaban animadamente los unos y con rutina los otros. Puse en marcha el entretenido juego de adivinar quiénes ya han entrado a cumplir con la reglamentaria pócima, y quiénes no lo han hecho aún. Admito mi ventaja en esta adivinanza, pues a estas alturas del campeonato me resulta enormemente sencillo saberlo, casi lo certificaría. Acepto, incluso, apuestas donde se contemplen las siguientes variables: 1. Tomará la primera de la noche. 2. Está en pleno subidón. 3. Lleva un buen rato tomando. 4. Busca como un desesperado. 5. Ni ha tomado, ni tomará.

Los tres tipos que tenemos delante en la cola se encuentran entre la primera y tercera fase; uno de ellos está en blanco todavía, no dice ni mu y las impacientes miradas a la cabeza de la cola lo evidencian; el segundo anda atareado en la búsqueda de público para su exhibición personal, gesticula y se expresa como lo haría un actor presumido, esforzándose en conseguir la mayor expresividad posible en los labios. Habría sido muy efectivo si no fuera por el «estoy aprendiendo mucha informática» que se le oyó justo en el momento en que se le desplazó la quijada incontroladamente; está en fase dos. Y el tercero intenta separarse los dientes delanteros inferiores con la uña de su índice, mirando tal mangosta en su duna de tierra en turno de guardia: no se le escapa un movimiento de nadie del local. Fase tres.

   —¿Cómo has conocido a Pedrolo? –le pregunté a Pau, cuando reparé en el mucho tiempo que llevaba prediciendo la toxicidad ajena sin prestarle el menor caso al invitado; al fin y al cabo él se encontraba allí a petición nuestra, de la Sra. Belha, de Pedrolo, o de quien fuese, pero nos había hecho el favor de venir.
   —No lo conocía. La Sra. Belha me pidió que viniera para conocernos.

La cola avanzó hasta dejarnos los primeros en el semáforo. El estómago entero y mis entrañas sabían que ahora nos tocaba a nosotros. Todos los órganos de mi cuerpo lo saben antes que yo. La euforia que precede a la dosis es incontenible, aún más fuerte que la dosis misma.

   —Me dijo que pasaría un compañero de la clínica, amigo de Marc, su hijo; que quería hablar conmigo del asunto. Y aquí estoy. Lo que no sé es cómo sabía tu amigo que era yo a quien esperaba, porque no nos habíamos visto antes.
   —¡Ja! Bienvenido al club –le dije sabiendo con antelación que no entendería nada–. No tengo ni idea, ya te acostumbrarás, tú tranquilo.
   —Bueno –dijo ese bueno como se lo había oído decir en tantos años a cientos de personas extrañados por el mismo fenómeno.
   —Entro yo y te la dejo hecha.
   —Ok.

   —¡Paulillo! ¡Niño! –gritaba una tía desde la puerta de los lavabos.
   —¿Está aquí, no? –me preguntó la chica dentro ya de los servicios mismos, con menudo acelerón que llevaba encima.
   —Ah, no sé –le respondí ignorando de quien se trataba. La cosa no está como para ir dando información del personal en un wáter.

Paul abrió la puerta y ella entró rápidamente. Iba todo puesta y no estaba por la labor de disimularlo ni un pelo. «Hazme una bien grande» le decía. Mientras tanto ruido de ropa que roza contra la piel. Sonido de hierros de correas que chocan entre sí. «Espera, espera» dice él. Pero ella no esperaba. Gomas elásticas topan contra la carne. La esnifada de la niña se oyó desde el parking de la Gran Vía, con el inconfundible «Haaaagg» propio de después de la inspiración. Debía pensar que aunque la discreción es una cualidad muy recomendable para andar por el mundo, no es obligatoria. Y tenía razón.

Lo que escuché a continuación se podría describir con más o menos poesía, eligiendo una prosa rica al modo de Nabokov en Lolita, o extendiéndome con un largo párrafo imitando a Almudena Grandes en alguno de sus fantásticos relatos eróticos, pero creo que lo más explícito es decir que el ruido que se oía era el de una mamada de polla. La piba le estaba comiendo el rabo al amigo. Inconfundiblemente. La mamada se oía. Y ya está. Estaba siendo igual de indiscreta chupando que había sido indiscreta esnifando. Eso es.

Y allí me tienes a mí escuchando como el miembro del Paulillo este de los cojones topaba con la garganta de aquella tipa que no sé de dónde coño había salido, pero allí estaba la hijaputa. Porque se oía en la garganta. Es el ruidillo ese que hacen algunas tías cuando comen rabos, como si fueran a ahogarse, o yo qué sé. «Y encima no puedo irme de aquí» pensaba yo..

   —¿Salen o no? –se quejaban desde la cola. La verdad es que hacía un buen rato que estaban dentro.

Se abrió la puerta. Salió la tipa disparada, limpiándose los labios y arreglándose la ropa. Ni me miró siquiera. Tras ella el escurrido inquilino del wáter de la última media hora:
   —¡Uff!
   —¿Ya está? –pregunté.
   —No, toma. Háztelo tú, te espero en la barra.
 
Y el tronco salió del lavabo.
   —… en tu puta madre.
                                                                                                                     

■ ……


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21/11/10

28º - La bola 9 (II)

■■   De camino al salón de billares del Snooker paramos en “La barca del pescador” a tomar unas tapas. El marisco de este sitio déjalo correr y el albariño Martín Códax con que se debe acompañar, sin comentarios. Hay que ahorrar unos cuantos días para pedir aquí como hay que pedir: sin miramientos; menos mal que Pedrolo se estiró espléndidamente con nosotros y así pudimos degustar lo mejor de la casa, las bocas y los langostinos. La psiquiatra no paraba de mojar pan en la cazuelita de calamar en su tinta, y cuando descansaba, era para mirar boquiabierta a mi amigo, prendada la tenía. Ella no intentaba disimular lo más mínimo, así que me dispuse a pasar un buen rato a costa de mi colega.

     —O sea que ¿tú eres la famosa Doctora Cárdenas? —le pregunté guiñando un ojo a Pedrolo.
     —¿Famosa? —preguntó atenta, pues se percató de mi gesto.
     —Éste —lo señalé con el pulgar, con desprecio— no para de hablar de ti todo el santo día. Me tiene la cabeza rota, pensaba ir al psicólogo, pero ya que estás tú aquí.

     Él cambió de posición encarando al público como si buscara a alguien, haciéndose el sueco.
     —«La Dra. Cárdenas por aquí, que si Ana Cárdenas por allá». ¡Joder, qué pesado!

     Ella esbozó una sonrisa y, seguidamente, lo miró con ternura. Cuando él se vio libre de la mirada de ella dirigió sus ojos como platos hacia mí, sugiriendo: «No te pases, tío». Tuve en consideración el aprieto en el que lo estaba metiendo y me apresuré en su ayuda:
     —«Que si los ojos de Ana son así, que si los labios son asao» —ella, divertidísima, no paraba de beber como una loca y él tiró el trozo de pan sobre el mostrador.
     —Luchi, ¡no me jodas!
     —No disimules ahora, Pedrolo —yo haciendo el papel totalmente en serio—. Afronta la situación como un hombre y no seas falso.
     —Luchi, ¡me cago en…!
     —«Que si hoy es sábado y ya no la veo hasta el lunes» Sí, sí, tal como lo oyes —Ana disfrutaba como una niña en su fiesta de cumpleaños; se sentía el centro de las miradas, el centro de la conversación y, quizá, el centro del corazón que deseaba ocupar.

     El sonrojado amigo interrumpió la función:
     —Un momento. A ver, yo no…
     —¿Alguien te ha preguntado algo, Harry Potter? —le corté. Fuere el que fuere el sentimiento de él hacia ella yo no estaba dispuesto a que finalizase abruptamente el momento ilusionante que estaba viviendo la chica.
     —Quiero decir…
     —Tú no puedes hablar porque tienes… —agarré un langostino por la cola y se lo metí en la boca— ¡la lengua ocupada!

La risa le provocó un leve ahogo y el movimiento rápido de su brazo derribó la copa de Ana al suelo. Él quiso apartarla de la zona de cristales rotos, protegiéndola, y le extendió la mano para que ella la tomara en ayuda. Y ella la tomó. Y mantuvieron sus manos unidas más allá de los segundos reglamentarios al efecto. La euforia les llevó a afanarse juntos facilitándole la tarea al camarero apartando los taburetes; dejaron juntos las chaquetas en la barra pequeña; volvieron a ocupar los taburetes a la par. Pedimos vasos nuevos y otra botella de albariño.

Pedrolo alzó su copa:
     —¡Larga vida!
     —Y por el amor —dije yo. Aunque ya no era necesario, sus miradas coincidieron de nuevo y esta vez no se esquivaron con rapidez. Tomé la copa, aparté la vista hacia la barra y me dije: «¿Por qué somos tan geniales los hijoputas nocturnos?» Y llamé a Susan, la alemana.



     Había una mesa libre de billar americano en el Snooker, así que le dije a Pedrolo que cogiera un taco mientras Ana pedía unos cócteles. Parecía que iba a salir volando con él, ni puta idea tenía. «Que no es una escoba» le dije. Coloqué las bolas en forma de rombo, para jugar a la bola nueve: en la primera fila la bola uno, segunda fila las bolas dos y tres, etcétera. Le expliqué que cuando no se sabe jugar lo mejor es situar los cuatro dedos de la mano izquierda sobre la mesa y el dedo pulgar hacia arriba, mirando al techo, apoyando el palo entre el pulgar y el nudillo del dedo índice. Es lo más seguro para empezar a jugar mientras se toma algo de soltura con el taco y las manos, para pasar más tarde a cogerlo de la forma idónea, que es formando un círculo con las yemas de los dedos índice y pulgar y haciendo pasar el taco por entre medio de éstos.

Explicaba las reglas del juego a Pedrolo, que no hacía el más mínimo caso. Los deportes no le interesan para nada, es más, se ríe de ellos y de los espectadores; y se pregunta cómo es posible que la plebe invierta tanto tiempo en ver jugar a los demás. Razón no le falta, aunque esa es una opinión muy extendida entre todos aquellos que en su niñez no jugaron a nada y, por tanto, nada saben. Cuando tu papá te llevaba de pequeño a ver partidos de fútbol los domingos por la mañana; cuando has pasado parte de tu infancia jugando en la calle y viendo jugar por televisión, practicar y ver practicar algún deporte es una afición maravillosa. Valorar la dificultad en la destreza de los movimientos, sea fútbol, básquet, o billar, es un disfrute que se mueve a igual altura que contemplar un Goya. Ahora bien, si no sabes jugar a nada, como le pasa a Pedrolo, entonces es fácil recurrir contra el borreguismo que rodea al mundo del deporte, que nada tiene que ver con el verdadero placer: el virtuosismo de los jugadores. Hay más sabiduría en los movimientos de balón de Maradona que en “el principio de no contradicción” de Aristóteles, entre otras cosas porque Maradona demostró físicamente que sus propuestas eran posibles.

Cada vez que tiraba Pedrolo era un drama. No atinaba con la bola, raspaba el tapete, tiraba una bola al suelo, se le iba el taco de las manos. La Cárdenas se divertía viendo la cara de aburrimiento que yo tenía. Es tedioso jugar con alguien que no sabe, casi prefiero tenerlo como compañero a jugar en su contra; el juego se convierte en un acto de beneficencia al que, además, no paras de dar ánimo: «Muy bien» cuando por fin toca bola. «Huy, casi» cuando pasa a un palmo del agujero. Y así todo el rato.

   —¿Queréis hacer unas parejas? —pregunté a un grupito de mirones.
   —Yo no juego más —dijo Pedrolo, encantado de que yo tuviera otras posibilidades de juego que no lo incluyeran a él—. Voy a pedir otros cócteles.

   Y se dirigió hacia la barra. Ana fue detrás.
   De entre el grupo de mirones uno de ellos se ofreció a jugar «pero al normal, lisas y rayadas» dijo. Le cedí la salida a mi oponente. Tenía buen toque de bola, tiraba con decisión, un poco precipitado, tal vez. La precipitación suele ser un error común en este juego, y en tantas otras cosas, pero aquí se nota mucho más debido a la concentración a la que el propio juego obliga. Se envalentonó el chico introduciendo cuatro bolas lisas cuando Pedrolo y la Cárdenas vinieron acompañados de un nuevo conocido y una bandeja repleta de cócteles.

   —Son para probar —dijo Ana—, uno, dos, tres… ocho y nueve. ¡Nueve, como el juego ese que tú decías, Luchi!
   —¿De dónde has sacado nueve cócteles?
   —Cortesía de aquí, un amigo —dijo Pedrolo—, te presento a uno que sí sabe jugar.
   —¿Tú de dónde has salido? —le pregunté.
   —Yo era amigo de Marc —dijo.
  
   Al principio no supe quien era Marc, ni qué hacía allí el tipo aquel a quien Pedrolo se afanó en buscar tan rápidamente. No había ni empezado la partida con aquel mirón y Pedrolo ya había encontrado al amigo del hijo de la Sra. Belha. ¡Joder! «Ni la digestión puede hacer uno con tranquilidad». La cena tan guapa que nos habíamos metido, las copas fantásticas del garito y, ahora, hay que empezar a buscar a los asesinos de yo qué sé quién coño. Yo lo que quiero es colocarme y luego follar con Susan ¡hostia! ¿dónde está Susan? Habíamos quedado allí mismo ¿qué la pasaba que no venía? Empecé a agobiarme con la obligación de tener que ponerme las pilas con el asunto de la puta bola nueve de los cojones cuando el tipo aquel, adivinando mi estado de hastío, me dijo:

   —Tranquilo ¿quieres una raya?
   —Tú y yo nos vamos a llevar bien —le dije alargándole la mano— yo soy Luchi.
   —Pau. Paulillo —me dijo sonriendo por la alegría evidente que su oferta de clencharnos produjo en mí— Vamos, te voy a presentar a una piba.

   Ni piba ni hostias. Él sabía que Pedrolo no tomaba y fue la excusa para dejar allí al par de tortolitos en sus taburetes rodeados de cócteles y adentrarnos en el misterioso mundo de los lavabos con la tapa de wáter bajada.

   —Encantado de conocerte, Paulillo.


■ ……


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11/11/10

27º - La Bola 9 (I)

■■    Cada vez que paso junto al edificio de la Diputación, en Rambla Catalunya-Diagonal, más conocido por el «mitad antiguo mitad moderno» suelo mirar hacia arriba con la inútil intención de ver el fenomenal tejado modernista que en una época contemplaba a diario desde el balcón de los pisos superiores del edificio de enfrente. Para observar el tejado hay que encontrarse a la altura idónea, claro está, y no a ras de suelo. Acto reflejo tonto e inservible que define nuestra absurda personalidad.

Giré por Vía Augusta y me propuse subir caminando hasta la clínica Burgoll; hay un buen trozo, así que cuando llegue estaré sediento de las cervezas y hambriento de las tapas que Pedrolo ha prometido invitarme. Me dijo de ir a jugar al billar al Snooker ¿al billar? pero si Pedrolo es una verdadera calamidad para los juegos, de mesa o de campo, igual da. ¿Y al Snooker, nada menos? El Snooker es un salón de juegos-coctelería, donde se dan cita clientes que juegan tan bien al billar que te coges una depresión. He perdido incontables veces en el Snooker, aunque te repones fácilmente con el surtido de whiskys de Malta.

Cumplo con la tradición de detenerme ante los escaparates de los establecimientos antiguos de Barcelona, la relojería Unión Suiza es uno de ellos. Una vez que la costumbre me revela que lo expuesto ya no me interesa como antes, caigo en la cuenta que el acto se debe más a la inercia adquirida durante años de la mano de una psicótica de las vitrinas que a otra cosa. También tiene algo de maniobra infantil: la atracción de las luces anuncia cosas nuevas, últimas, de moda, bien ordenadas y sabiamente mostradas, pijaditas lustrosas y caras, inalcanzables entonces y aún hoy.

Buscaba las etiquetas con los precios en Massimo Dutti cuando un claxon insistente y voces dirigidas a mí se detuvieron en forma de coche con Pedrolo y chica al volante.

     —¿No habíamos quedado en la clínica? —le pregunté a Pedrolo.
     —¿Sí?
     —Iba caminando hacia allí —le dije.
     —¡No!
     —¿Y si no me hubieras visto?
     —¡Anda!
     —¡A tomar por culo, brujo de los cojones! —le dije harto de su seguridad maldita. Subí a la parte trasera del vehículo. Ella se presentó como Ana Cárdenas, psiquiatra y compañera de trabajo.

     —¿Es un poco brujo, verdad? —se lo puse en bandeja a la chica y ella no desaprovechó la ocasión para que yo le confirmase algún numerito que, me imagino, Pedrolo les habría concedido ya a estas alturas en la clínica.
     —Sólo con aquellos a los quiere —dije entregándole una información que ella valoraría según su interés.

     Él cortó por lo sano:
     —Luchi ¿qué es la Bola 9?
     —¡Hostia! ahora quiere aprender a jugar al billar —dije al aire que entraba por la ventanilla—. Es una modalidad de billar americano. Es muy popular en Estados Unidos porque las partidas son rápidas y se puede ganar mucho dinero en poco tiempo. Se juega con las bolas número uno a la nueve. Hay que tirar contra la bola de menor número que haya en la mesa y el que introduzca la bola nueve gana.
     —¿Está de moda aquí en Barcelona?
     —No en lugares púbicos. Aquí se juega en bares y salones a la bola 8, el típico de lisas o rayadas. Las partidas duran más.
     —¿Y en locales privados? —insistía más allá de la simple curiosidad.
     —¿Por qué te sientes tan atraído de pronto por esa especialidad de billar?
     —Porque al hijo de una paciente de la clínica lo asesinaron jugando a la bola 9. Y voy a averiguar quién lo hizo.

     Ana Cárdenas se llevó un susto de muerte, giró bruscamente el volante para detenerse en un chaflán y a punto estuvo de llevarse por delante a un motorista que circulaba por el carril bus. Tiró con fuerza del freno de mano tras el frenazo.
     —¿Queeeé? —gritó la doctora mientras a algún conductor de por ahí fuera se le escuchó mentar a nuestra familia.

La frialdad con la que abordó la delicada situación me proporcionó, una vez más, la certeza absoluta de que se metería en camisas de once varas y asumiría los riesgos necesarios que a buen seguro se encontraría. O, mejor dicho, nos encontraríamos. Yo ya estaba metido en el ajo, así, por las buenas. Me veía jugando al puto billar todo el santo día y sus correspondientes noches, claro.
    —¿Quién te ha mandado meterte en esto? —le increpó la acalorada conductora.
     —Y de paso… —se interrumpió Pedrolo, cavilando con la vista puesta en un invidente que a tientas cerraba su minúsculo quiosco de venta de lotería. Observaba la destreza del viejo ordenando los objetos de la bandeja inferior de la ventanilla; en cómo repasaba el pequeño mobiliario que debería encontrar en el punto exacto al día siguiente; palpaba cristal, puerta, cerradura y llave con la sabiduría de quien tiene tacto en lugar de ojos, y Pedrolo supo cuánta maestría había en sus dedos. «Si yo pudiera tocar así» se dijo.

Unos jóvenes rapados pasaron junto al quiosco, llevaban un enorme rottweiler que tiraba con tal fuerza del portador de la cadena que obligaba a éste a un esfuerzo superior al normal. Cuando estuvo a la altura del ciego, hizo un movimiento látigo de la correa provocando la furia del perro que se tiró hacia el hombre con sus patas delanteras en alto mientras el dueño sujetaba lo justo para que el animal no lo rozase. El ciego, asustado, entró de nuevo en su quiosquito para refugiarse. Los chicos disfrutaban con el poder que el enfurecido bicharraco les concedía. Los transeúntes, temerosos, atravesaron la zona arrimados a la pared del edificio y proseguían su camino.

Pedrolo descendió del coche y pasó por entre la batería de vehículos aparcados en primera fila. El portador insistía al animal «¡vamos, grrrr, vamos» mientras el resto de soplagaitas se partía el pecho observando al tembloroso vendedor en su garita. El perro apoyó sus cuatro patas en firme y cesaron los ladridos. El animal, repentinamente calmado, no respondía a las órdenes provocativas del dueño. Sereno, dio media vuelta en torno a sí, y de espaldas a la cabina del ciego, movía la cabeza y cola dando muestras de una inesperada alegría que contrastaba con la furia mostrada momentos antes. La banda de pelados se decepcionó al ver finalizada la exhibición pública de pánico ante el incomprensible comportamiento pacífico del animal. «¿Qué pasa?» se miraban unos a otros. Dueño y colegas giraron en idéntica dirección a la del perro. Pedrolo miraba fijamente a sus ojos, el hermoso ejemplar hacía lo mismo dejando ir un débil y extenso aullido dirigido al cielo.

Las botas de militar que calzaban los neandertales iniciaron el paso alejándose de allí, sus amos nunca sabrían por qué decidieron irse, simplemente, ellas los llevaban. Tomé a Ana por el brazo y nos aproximamos a nuestro amigo. Ella comprendió entonces que había sido inútil la pregunta y el tono de reproche que hizo a su amado compañero. Supo que no podía evitar nada de lo que hacía, porque esa era su función en este mundo. Pedrolo puso fin a la charla comenzada en el coche antes de descender:

     —… y de paso curaremos a la Sra. Belha.


■ ……


8/11/10

26º - Compromiso

■■   En la sala de espera de la editorial me preguntaba cuántos escritores habrán existido que hayan simultaneado la insigne carrera de escritor con la delincuencia. Descarto a los escritores-maleantes que redactan editoriales en los medios a favor de los corruptos de siempre, los de cada cuatro años, éstos se distinguen porque en cada párrafo incluyen la palabra «responsabilidad». Elimino también a los escritores-adoquines, fácilmente identificables por su afán en convencernos de que la investigación sobre la tienda en la que Tolstoi compraba la mermelada tiene algún interés para la literatura. Luego están los escritores-abuelita. Los que más abundan. Son una especie de silbato con patas, siempre recordándonos que «la ley es la ley», que el mundo funcionaría mejor «si todos contribuyéramos un poco», y suelen estar de acuerdo con las cámaras de videovigilancia cada cinco metros porque ellos no tienen nada que ocultar. En efecto, no necesitan esconder nada porque los cuernos son transparentes, al menos de momento.

Escritores pánfilos o bellacos los ha habido siempre y los seguirá habiendo, no hay ninguna duda al respecto. A juzgar por el número creciente de vendidos con los que se topa uno a diario por esos mundos de dios que nadie sufra por una sequía de escritores cabronazos que no la habrá. Ahora bien, estos pertenecen a la especie de escritores “mantenidos” por alguna de las partes interesadas, y yo pensaba en los escritores criminales. De los de verdad. Profesionales del robo, del atraco, falsificadores, traficantes, violadores, pederastas, asesinos. Gente capaz de alternar unas joyas con pistola con una poesía de Baudelaire; abusar de una niña hasta la muerte y, de seguida, leer al joven Werther; soñar la Florencia de los Médicis recordando que mañana le espera un cuerpo aún con vida; leer a Machado mientras está a la espera de extirpar un riñón a la fuerza. Imaginaba a un secuestrador después de mantener escondido durante días a un empresario, ansioso por volver a casa y terminar su relato “desayunos con Balzac”. ¿Habrán podido hacerlo? Calmé mi agitada conciencia y mi moralina súbita respondiéndome que sí ¿Me creo mejor que ellos?

     —¿Sr. Lachosse? —interrumpió mis macabros pensamientos el empleado de la editorial—. Adelante.

Se apartó al tiempo que extendía su brazo invitándome a entrar a la sala de reuniones. El ambientador denotaba que alguien con gusto estaba a cargo de los pequeños detalles. La reluciente mesa de madera ovalada ocupaba una de las mitades de la sala, en la otra, un amplio sofá color negro en forma de ele garantizaba reuniones más personales, una vez ganada la confianza de las primeras negociaciones.

Alba fue la primera en levantarse, los otros dos lo hicieron en el orden según su categoría jerárquica, el director general fue el último, por supuesto. Cuando me hube sentado percibí la frialdad de la situación de mi silla respecto de la del trío, demasiado alejada de la mesa. Se me ocurrió pensar que no había sido la misma persona encargada del ambientador la que dispuso mi asiento.

     Luego de las presentaciones de rigor empezó hablando Alba:
     —¿Todo bien, señor escritor? —me preguntó con toda la seducción que fue capaz de meter en sus ojos y labios.
     —Casi, escritor —le respondí—. No me atrevo todavía a considerarme un escritor.
     —Nosotros sí le consideramos —interceptó el mandamás— tiene usted madera de escritor. Hay algunas cosillas que se podrían corregir, pero a buen seguro que lo hará con el tiempo usted mismo.
     —Muchas gracias —dije a punto de ruborizarme—. Su opinión es muy importante para mí.

El tercero de ellos, situado a la izquierda del jefe, que se encontraba en el medio, apuntó rápidamente algo, como para no olvidarse, y deduje que era un psicólogo de esos que están presentes en las reuniones preliminares para anotar toda expresión y detalle digno de análisis. Me inspeccionaba detenidamente, alguien debería decirle que disimula fatal su función.

     —¿Cuánto llevas escrito? —preguntó Alba— ¿Has adelantado algo más?
     —Sí, tengo diez páginas más —en realidad eran veinte, que tenía intención de guardar en el horno, pero la vi tan interesada en el avance de la novela—.

     El director movió sus manos con gesto de asombro:
     —Es sorprendente —siguió—, no tenías nada escrito y en tan sólo seis días hiciste cuarenta páginas bien corregidas.
     —Estoy sin trabajo —confesé— y puedo escribir durante todo el día. Además, se lo debía a Alba. Y a ustedes, por supuesto.
     —¿Puedo preguntarte de qué vives, Lachosse?
     —Sí, señor, si puede. Vivo del estado, cobro el subsidio de desempleo. Me quedan unos pocos meses aún —dije, de hecho finalizaba la prestación el próximo mes, pero no quería dar la impresión de estar muy necesitado.
     —La editorial está dispuesta a anticiparte mensualmente la cantidad de seiscientos euros a cambio del compromiso por tu parte de entregarnos cuarenta páginas al mes, durante tres o cuatro meses. Y los derechos exclusivos sobre la novela, claro está. ¿Qué te parece?
     —¿No pueden ser mil?
     —De momento, no.

El director entrelazó los dedos de sus manos situándolos en la barbilla, apoyó los codos con comodidad sobre la mesa y arrugando el entrecejo preguntó receloso:
     —Los hechos que relatas en la novela ¿son autobiográficos?

     Y no supe qué responder.

 
■ ……