■ Desde la ventana, el Arco del Triunfo, inmutable y estoico –como corresponde a todo lo glorioso–, me trajo a la memoria el veredicto de Kundera: la realidad es más que un sueño, mucho más que un sueño. En efecto, si no cuentas con la fortaleza orgánica del Arco del Triunfo, tu ligereza te hará polvo. Los sueños sirven de bien poco. Cuando un portazo te devuelve al mundo real, cuando una llamada te trae de nuevo a la existencia, todo se muestra ahí puntualmente donde se quedó. ¿Si no han cambiado un ápice los hechos reales que durante el sueño he manipulado a placer, qué beneficios reporta soñar? Si el propósito no es enteramente reparador ¿qué utilidad tiene?
Después del sofoco me he echado un rato con el ánimo de descansar y acabar de tranquilizarme. Me acudió Alba a la mente. Antes, en el bar, no he tenido oportunidad de pedirle perdón por lo ocurrido, así que lo hice en la cama.
La retomé en el momento de mayor histeria, colocándola a cuatro patas, mientras gritaba:
–– ¿Sabes cuántas horas he dormido esta semana, tío?
Le bajé las bragas blancas por debajo de sus rodillas. Se acomodó perfectamente, muy acostumbrada a la pose, dejándose los zapatos blancos a juego con su camiseta también blanca.
–– ¿El relato, dónde está el puto relato?
Giraba la cabeza hacia atrás, buscándome los ojos, para que yo viera su expresión de viciosa enfadada.
–– ¿Y ahora?
Tomé su pelo de la nuca con mi mano izquierda mientras preparé la verga con mi mano derecha. Ella la miraba sin cesar.
–– ¿Qué hago yo, eh?
Se la introduje por el agujero más pequeño, supuse era el adecuado para conseguir el perdón cuanto antes.
–– ¿Y mi jefe …
Le cacheteaba el culo estirándole fuertemente de los pelos. No paraba de mirarme y de mirarse como la entraba.
––Ahhhh!! ¡fuerte, fuerte!
Elevó las rodillas, pasando a apoyarse en la cama con la punta de los pies. Seguía como una perra, obligándome a sujetarla aún con más fuerza. Aumenté el ritmo y la intensidad de los manotazos. Se iba, se iba, cada vez más. Se golpeó la cabeza contra la pared. Le giré la cara hacia mi rabo, me miró sonriendo con la boca abierta y sacó su lengua. Se la frotaba contra los dientes delanteros, a un lado y otro, como limpiándose la dentadura. Y entonces, eyaculé sobre sus mejillas, sobre su boca, su lengua, sus dientes.
Ella seguía observándome, ahora con semblante sereno, un poco risueña. Le había desaparecido la secreción del rostro, y con ella, la expresión obscena. No quedaba ni huella de lujuria. Nos tumbamos sobre las almohadas, temblorosos por el esfuerzo. Ni un reproche, ni una riña. Nos abrazamos en silencio, mágicamente, como en un sueño.
■ ……
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