■ Llegué a casa ansioso, como de costumbre después de la misa. No fui capaz de hacer el recorrido andando pese a la poca distancia, la gente me miraba acusándome por la calle –creía yo–, me notaban el nerviosismo en los ojos, en los andares –creía yo–. Agobiado tomé un taxi, la carrera fue tan breve que me excusé ante el taxista con un repentino cansancio.
Ya en el portal se redujo la paranoia social. Me reconfortó sumergirme en la soledad deseada de mi casa; nunca me fallaba, ahí dispuesta a acogerme en todo momento, provocando el enfrentamiento de mí conmigo mismo. La casa a solas se me antoja, en ocasiones, una inmejorable sesión de psicoterapia con resultado curativo inmediato. Ningún lugar del mundo supera a mi casa; no existe compañía comparable a «mi casa y yo».
Con la parsimonia del barman profesional me serví un Glen Grant con hielo y vichy. Puse a Laurent Garnier, que siempre me sugiere alguna cosa y me dejé llevar. La boca me sabía a Susan, la sentía como si aún nos estuviéramos tocando y sus ojazos azules me seguían por todo el piso.
Fue como una aparición.
De pronto, la figura del personaje central de mi falsa novela me vino a la mente con fuerza. Se presentó así, por las buenas. ¡Pero, si esta no es mi cara! –fue lo primero que pensé–. No soy yo. Me llevé una desilusión sólo pasajera, pues comprendí que si se trataba de una ficción debería tener algún rostro, el hombre. Y tendría que ser diferente al mío, cómo no. Él miraba hacia la calle a través de la ventana de un hotel con los ojos llenos de nostalgia y, a la vez, con una plácida sonrisa. Estaba recordando, sin duda. Sus labios apretados y la mirada triste depositada en un punto fijo del vacío evocaban momentos del pasado. No se movía, no gesticulaba, sólo recordaba. Pero ¿en qué estaría pensando? ¿qué recuerdos le producían aquella melancolía tan evidente?
¡Qué bajada me está pegando esto! –exclamé–. La situación era más que real y, aunque no me desagradaba, había algo de turbador en todo aquello. Fui a la habitación a buscar un Trankimazín, ideal para eliminar el efecto congoja de la bajada. Iba por el pasillo camino del cuarto y, de pronto, sentí a alguien tras de mí. Oí sus pasos. Oí hasta su respiración. Me di la vuelta ¡Ahh! No había nadie. ¡Joder qué susto! ¡Ufff! –bufé aliviado–. Me tomé el ansiolítico a toda prisa mirando hacia la puerta de la habitación ¿no estará ahora ahí en el pasillo esperando a que salga? «Tranquilo, tranquilo» –me dije abriendo las palmas de las manos–. «Esto es una gilipollez, Luchi, eres un tío hecho y derecho».
Fui de nuevo a la sala de estar, algo más repuesto; bajé la música hasta el nivel mínimo; exploré con un golpe de vista desde la perspectiva que me ofrecía el salón. Estaba de pie junto al sofá pero fui incapaz de sentarme pues no me atrevía a perder el ángulo de visión. Nada. No pasaba nada. El espectro no aparecería.
El efecto del Tranki empezó a hacerse notar, el calor se apoderó de mi abdomen, las pulsaciones bajaron y, fue entonces, cuando me propuse averiguar el motivo de aquella presencia casi fantasmal. Tenía que haber una razón; llevaba mucho tiempo con la historia del relato y, aunque yo no quería reconocerlo, me estaba comiendo las entrañas. Empezaba a pagar psíquicamente por la desidia y la indolencia de tanta fabulación, de tanta pereza. ¡Se acabó!
Y empecé a escribir:
Asomado a la ventana del hotel, con los ojos perdidos en un punto
cualquiera, recordaba algunos de los momentos vividos en esa ciudad.
Años bien locos, reconocía ahora, pero no cambiaba ni uno solo de
aquellos minutos por un lustro más de vida.
cualquiera, recordaba algunos de los momentos vividos en esa ciudad.
Años bien locos, reconocía ahora, pero no cambiaba ni uno solo de
aquellos minutos por un lustro más de vida.
■ ……
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