■ ––Hola, Pedrolo.
––Joder, Luchi –contestó cansinamente– ¿qué ha pasado?
–– ¿De qué? –dije haciéndome el despistado.
––La chica de la editorial –pronunció todas las sílabas lentamente, perdonándome de antemano.
–– ¡Cómo se ha puesto la tía por nada! –añadí, quitándole importancia a mi falta de compromiso.
–– ¿Por nada? –preguntó en tono más acusador–. ¿No sabes lo que hemos hecho por ti, verdad?
–– ¿Habéis hecho? –exclamé intrigado.
––Ahora no puedo hablar –dijo apurado, se oían voces a su alrededor.
––Te invito a comer, Pedrolo, donde a ti te gusta –sabía que no se resistiría a una buena comida.
––Bueno –dijo un tanto afligido, y colgó.
Su respuesta a mi invitación no fue tan entusiasta como en otras ocasiones; sin duda mi engañifa ha acabado defraudando a Pedrolo. Lo que empezó como un desvarío explicado en una noche de copas, partiendo de mis propias vivencias como eje central de la narración, a las que fui añadiendo todo tipo de entelequias sobre la marcha, creíbles o no, se fue convirtiendo con el paso de los días en una hazaña que yo mismo acabé por creer.
Mi locura era tan entusiasta que Pedrolo se sorprendía de que aquello fuese simplemente el delirio de un amigo en plena inspiración. Los mentirosos patológicos nos creemos nuestras propias petulancias ¿Cómo no vamos a hacérselas creer a los demás? Tanto es así que ya no distingo si la mentira es fruto de una intención incontrolable por presumir, o bien, del deseo de ser aquello que cuento. O ambas cosas al tiempo. ¡Yo qué sé!
La bola subía y subía; y Pedrolo escuchaba y escuchaba. Tan emocionado lo veía que me pasaba los días visualizando y corrigiendo (como en una película) los detalles de la acción para explicárselos luego a Pedrolo. El esfuerzo por urdir las novedades que diariamente aportaba a la cháchara me costaba una dedicación que, de haberla dedicado a la escritura, ahora no me vería en este aprieto. Engañé a un amigo durante muchos días y ahora me iba a descubrir.
■ ……
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