■ Giró por la esquina de la Gran Vía y en cuanto me vio abrió los brazos de par en par, renegando desde lejos, a grito pelao por toda la acera.
––¡Quevedo perdió la pluma! –gruñía uniendo los dedos en racimo al estilo italiano. Yo le correspondí con igual gesto encogiendo los hombros.
––¡Shakespeare se quedó en blanco! –se llevó ambas manos al pecho. La peña de la puerta del restaurante se divertía con la dramatización, viéndole llegar.
Cuando llegó a mi altura nos congratulamos mutuamente, como siempre.
––¡Pedrooolooo! Me alegro de verte.
––Yo también, Luchi ¿O debería llamarte Mr. Ripley? –personaje de Highsmith que no se conforma con matar a sus víctimas, luego se hace pasar por ellas.
––Eh, eh, tampoco es para tanto –dije en tono manso.
––¿No tienes nada escrito? ¿Nada? –levantó la vista al cielo, desalentado.
––Vamos a comer y te explico mis planes –lo tomé del hombro invitándole a entrar.
––¿Planes? ¿Necesito la botella del oxígeno?
Las mesas del Yantar estaban al completo; junto al horno una única mesa vacía, la nuestra. Mantel blanco inmaculado, los cubiertos bien alineados y las enormes copas de vino, aún vacías, auguraban una prometedora comilona. Me encantan las copas de vino grandes. Y de buen cristal –no lo distingo del vidrio cutre– pero que sean de cristal.
He visto muchas y diferentes presentaciones de servicio en mesas de restaurantes: porcelanas de lujo desproporcionado para el nivel de la carta, que daba miedo tocarlas, tan bonitas y delicadas que parecían estar fabricadas para aceptar cualquier otra cosa (no sé, lingotes de oro o especias orientales) excepto comida. Cubiertos de diseño ostentoso que todo el mundo toma en mano ¡a ver cómo se coge esto! Mesas ridículamente pequeñas o demasiado próximas entre si. Servilletas de la Barbie comiditas en desentono total con el resto del servicio. Todo se perdona si la cocina es buena, incluso el trato a patadas del personal.
Ahora bien ¡las copas de vino no! ¡Las copas de vino no pueden fallar! Y si el caldo vale más de cuarenta euros, aún menos. Pagar por una botella de buen vino lo que cuesta un día de trabajo y tomarlo en una copita chistosa ¡Es una guarrada! ¡Uno se levanta de la mesa y se va a tomar por culo!
––Oye ¿Por qué me dijiste por teléfono que yo no sabía «lo que habíais hecho por mí»? –le pregunté.
––Tu narración me pareció tan verídica que…
––Y lo es, lo es –le corté.
–-¡Lachosse! ¡Cállate de una vez y escucha lo que tengo que decirte! –le cambió el semblante a serio.
––Un socio principal de la clínica --prosiguió– está casado con una de las traductoras más importantes del grupo Planeta. Está metida en ese mundo. Escritores, traducciones, correcciones, estilos y todo eso que tú deberías conocer.
––Estoy en ello, estoy en ello.
––Él está muy agradecido conmigo por un asunto con un familiar suyo cercano que padece una especie de…, en fin, ya te lo explicaré en otra ocasión.
––Vale, vale –dije disculpándolo.
––O sea que, en pago al trato que dispensé a su familiar, me atreví a comentarle que tenía un amigo “muy prometedor” con una novela “muy interesante”.
––¡Yo, yo!
––Y a partir de ahí todo vino rodado y en un santiamén. Me llama la señora diciéndome que ya había hablado con una de las múltiples empresas de grupo Planeta, una pequeña especializada en libros digitales y bla, bla, bla.
––Hostia, cómo suena todo eso. Qué cabrón que soy –dije aprovechándome de la infinita paciencia de Pedrolo.
––Me da un número de teléfono para que hable yo con una de las responsables de esa editorial –seguía
––¿Por qué no me dijiste nada? –pregunté extrañado.
––Todo avanzó tan deprisa –siguió– que quise hacerlo todo yo para darte una sorpresa. ¡Joder! –dijo decepcionado.
––¡Dame un abrazo, tío! –me levanté de la silla con mucho teatro– Pedrolo hizo lo mismo. Nos dimos un abrazo escandaloso. La gente del restaurante pasó a mirarnos con sospecha y, como provocación, empezamos con el tono sarasa que tan bien nos sale.
––Te dije que fueras al médico a hacerte la pruebas ¡maricón! –me grita Pedrolo a pulmón partío.
––¡Hiujuu! ¡Menos mal que no ha sío na! –le digo con una mano en la cadera y la otra en la barbilla. Los dos de pié.
––Qué suerte tienes con los análisis so zorra –metido en el papel, el amigo.
––¡Venga, otros seis meses más! –dije levantando la copa y brindando como una loca.
El camarero se acercaba partiéndose la caja pues nos conoce de hace años. ––El próximo día os pongo dentro del horno –nos dijo aplacando lo que se había convertido en una actuación teatral. Comimos abundantemente. Pimientos, alubias, morcilla. Cuarto de lechazo y ración de cochinillo de Segovia. Milhojas de Aranda. Dos botellas de Ribera del Duero. Cafés y orujo gallego. ¡Madre mía! Hasta arriba.
Decidimos aplazar la charla seria para otro día, qué más daba. La suerte de los amigos es que no necesitan tomarse con solemnidad lo que son simples trances de la vida. La vida está antes.
■ ……
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