■■ Tomamos la ronda del litoral en dirección a Hospitalet y nos dirigimos a la Carretera del Medio, zona industrial plagada de naves que albergan empresas de todo tipo. Se hace extraño en este país de Caña con Calamares y escaparates, contemplar zonas donde el personal acude exclusivamente a trabajar. No hay ninguna diversión para la vista. Empresa de transportes, empresa de caucho, empresa de gráficas. Por lo apañado de la nave se puede adivinar la prosperidad de la compañía. Empresa de parquet, empresa de plásticos, empresa de suministros. A unas las rodea el parking interno, tras la verja, con el jardincito bien arreglado y las oficinas en las plantas de arriba que es adonde van los que no han pecado. Los mercedes y bmw aparcan cerca de la puerta principal (la limpia) y los seat y citroen lo hacen junto a la entrada del taller. Empresa de seguridad, empresa de limpieza, empresa de chapado. En contraste están las naves de una sola planta baja con sus uralitas rotas color pipí tan propio de los tejados abandonados y el olor a tuercas.
El sector está exento de viviendas y cuando las empresas echan el cierre el barrio ofrece un panorama fantasmal pues nadie transita por allí y, quien lo haga, seguramente pasará por sospechoso.
Junto a la gasolinera está el restaurante al que nos dirigimos; habilitado a última hora de la tarde en concurrida barra de copas para que empleados y directivos de alrededor puedan hacer la última antes de ir a casa sin tener que parar a mitad de camino. Conozco bien el sitio, lo he examinado estas últimas semanas, tiene una única entrada y, por tanto, una única salida. En los lavabos de hombres (y de mujeres) hay una ventanilla que, en caso de urgencia, se podría romper y salir al patio trasero por donde escapar si la cosa se pone difícil. No es el caso porque a los pringaos que venimos a saludar no hacen ni fuego con el mechero, pero nunca está de más saber que hay una ventana y un patio. Las ventanas en las primeras plantas son importantísimas para salvar culos. Los del equipo lo saben como yo.
Los primeros en llegar somos el Chupao y yo. En diez minutos lo hará la furgoneta, que previamente ha dejado a las chicas y al Cafetito en el paseo de la Zona Franca, desde donde tomarán un taxi que los traerá al restaurante. Encontramos un aparcamiento para la furgo en la esquina frente al local, es discreto, sin farola de luz encima y junto a una verja. Perfecto. Entramos al bar, el Chupao revisa las mesas y me hace un gesto con la cabeza para que ocupe una de ellas. Él va a la barra.
—¿Qué tomas? –me pregunta.
—Glen Grant con vichy catalán. Me siento en la mesa y caigo en la cuenta del cosquilleo en el estómago junto a un ligero nerviosismo que siento de hace rato. Pienso en los motivos que me han llevado a montar toda esta movida y el cosquilleo es sustituido por un leve ataque de ira que me trae la nostalgia de una época donde este asunto se habría solucionado a la brava, como se merecía. Hoy nos hemos digitalizado.
Oímos el claxon de la furgo. El Chupao simula recibir una llamada y sale a la calle fingiendo hablar por el móvil; pone los ojos en el sitio donde ha de aparcar el Spielberg, que lo entiende a la primera sin necesidad de hablar con él. Mete el culo de la furgoneta contra la fachada de la nave, dejando el espacio mínimo para abrir las puertas traseras. Entra el Spielberg y su ayudante y toman asiento en una de las mesas cercana a la barra.
—Hay cámara de vigilancia en la esquina, junto a la televisión –dice el Chupao.
—Y en cada nave de la calle –le digo–
—Tiene que salir bien, sin violencia, sino, estamos localizados –dice– y si la familia tiene pasta para investigar, chungo.
—Conozco bien a las chicas –le dije.
—Lo digo por ti, Luchi. –dice– Tú estás limpio pero yo no, o sea que, tranquilidad.
Oímos el ruido de puertas de coche que se abren y se cierran, unos gritos seguidos de risas. No se adivinaba lo que decían pero traían jolgorio. Se abre la puerta del restaurante y entra Tina, la italiana, con el Cafetito.
—¡Peazo de maricón! –dice él con ademanes de maricona hasta la exageración– ¡Será maricón el taxista!
Tina no paraba de reír, lo tomaba del brazo para sostenerse en pie del ataque de risa que llevaba encima (qué bien lo hacen, pensé) bajando la cabeza a la altura de las rodillas y tapándose los labios como avergonzada por la nota que estaban dando. Se enteró el restaurante entero, claro. De eso se trataba.
—¡Camarero! –Cafetito metido en su papel totalmente–
—¡Siuuusiuuu! –silbaba fingiendo que no le salía el sonido.
—¡Un Larios con cocacola! ¡Coño! –el camarero se divertía con la alegría inusitada que traían los nuevos clientes.
Entran los pringaos a la hora prevista.
Trajeados y encorbatados hasta el gaznate. Se percatan de que la italiana va acompañada de un gay y deciden quedarse allí mismo al lado de ellos. Bien. Piden las copas y fuman. Miro a uno de ellos, al que conozco bien. Ya lo he seguido tres veces. Cambia de traje cada día, debe tener un buen fondo de armario el niño de papá. No es más que eso: hijo de empresario, de los que se petará rápidamente (ya lo hace) la fortuna de papi si alguien no pone remedio. Sus salidas nocturnas día-sí-día-no (el día que no sale es porque se lo impide el homenaje del día anterior) lo llevan a encontrarse en un perpetuo estado de mal humor. La mañana que consigue levantarse a las doce llega a las oficinas de papá a la una con el tiempo justo para demostrar lo borde que puede llegar a ser un tonto del haba dejado de la mano de dios y de sus papás, que ocuparon demasiado tiempo en la economía de la empresa y escaso tiempo en el niño. «Rosa qué provocadora vas hoy» dice mirándole los pechos (a ellas sólo les mira: la boca, los pechos, el culo o las piernas) nunca se dirige a ellas hablándoles a los ojos. Además, lo hace con la sonrisita típica del gilipollas de la clase. Clase que no fue la mía porque de haber sido ya le habrían cambiado la jeta entre todos. «Huy, huy, la Maribel cómo vieneeee» canta el muy imbécil. El padre es el primer avergonzado que arrojó la toalla con el nene hace tiempo y está convencido que mientras le tenga cerca vivirá más años, aún a costa de pasar una mala hora cada dos días. «Es el precio a pagar por los hijos» piensa papá. Cuando decide volver a la empresa después de la comida –todo ciego y dispuesto a la guerra con las féminas– alcanza el mayor grado de bochorno soportable por cualquiera. Cierto día se propasó más allá del límite con una de ellas. La atacó saliendo del lavabo de señoras metiéndole mano por todas partes y sacándole la lengua «vamos dentro un ratito» le decía. La chica gritó lo que pudo y sus compañeras (que estaban al loro pues ya sabían de qué iba el percal) acudieron en su ayuda. Subió el encargado y tras lo visto se fue directamente a hablar con su padre, quien, sonrojado el pobre hombre, lo puso de patitas en la calle. Volvió a otro día y la tomó con la chica en cuestión. Se hizo con su teléfono móvil y la llama a todas horas, por la noche, los fines de semana. Le dice guarradas, le dice que dónde va a ir si la echan de su empresa «porque es mi empresa ¿sabes? zorrita»
—¡Luchi! No lo mires tan fijamente, coño –me dice el Chupao.
—Es la emoción –le digo.
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