■■ El primero en llegar fue el Chupao, con su eterna cara de estar a la espera de algo «¿Qué?» «¿Qué pasa?» «¿Qué quieres?» «¿Qué haces?» éstas no pasarían de ser las preguntas típicas de un encuentro si no las formulara todas de corrillo. Nació en el Paralelo y tiene un sexto sentido para las movidas. Para las movidas y algo más porque al Chupao nadie le viene con chiquitas. Se comió dos años de trullo por una pinchadita. Un hermano del Chupao, el mayor, andaba metido en la fabricación de éxtasis a gran escala, desde hacía años, y un día montaron un trama contra él citándolo en un local de Pueblo Nuevo donde había escondido un pequeño alijo de diez mil pastillas (con huellas incluidas) suficiente para llevárselo palante unos cuantos años.
Mientras el estratega de la trampa disfrutaba de una semana de relax en la Costa Brava, y el hermano del Chupao cumplía condena en La Modelo, de donde nunca saldría, El Chupado montó un tinglado para acabar con él. En el bar del hotel donde se hospedaba el hijoputa se organizaría una tangana con el propósito de atraer la atención con la pelea y, a la vez, provocar la salida del bar del hotel, de él y su chica, luego los meterían en el coche y los hundirían en una cala cercana. Pero en cuanto empezó la bronca se presentó la policía al momento y no hubo tiempo para nada. El Chupao no estaba por la labor de dejarlo ir así, sin más. No se quitaba de la cabeza la escena de esa mañana en la playa, el chotas acariciando la cabellera de la novia sobre la arena mientras su hermano se paseaba por el patio del talego, injustamente. Todos lo vieron. Fueron testigos directos los concurrentes del pequeño bar del hotel, junto al hall de entrada. Empleados, clientes, gente de la calle y la misma policía presente. Nadie se perdió un solo detalle, desde luego, no faltaron testimonios el día del juicio. Se abalanzó sobre el pavo y le metió la hoja por todo el cuello; apretó lo que pudo hasta que varios agentes lograron separarlo, cuando lo consiguieron, el pavaroti (lo bautizó él mismo después del chivatazo) se buscaba la navaja por el pescuezo, sabía que andaba por allí clavada pero el desconcierto y la sangre le impedían encontrarla. Se llevó una buena.
Varias transfusiones de sangre de buena gente hicieron falta para salvar a aquel hijo de mala madre de una muerte segura. La que no pudo evitar Jope (así se llamaba el hermano) exactamente el mismo día. Lo envenenaron con estricnina poco antes de que el Chupao le diera lo suyo al pavaroti. Ingresó en prisión un día después de la muerte de Jope.
La policía sabía del movimiento de armas de pequeño calibre (era lo suyo) que el Chupao se traía entre manos, y lo sabían por el cante de muchos detenidos (que cantan por soleares toditos, todos) aunque nunca consiguieron apresarle con nada ni llegaron a tener pruebas concluyentes.
Un atenuante decisivo fue llevar encima un arma de fuego y no utilizarla. El mismo Chupao me ha hablado muchas veces acerca del placer de meterle al chungo, si es merecedor, con el baldeo y no con la pistola. Es más personal, dice.
La situación familiar, el asesinato de su hermano y un buen abogado (al que yo contribuí pagando una buena parte), fueron suficientes para que el Chupao no envejeciera en prisión. Pasó dos años pensando (los presos no hacen otra cosa) en la trampa que el pavaroti urdió contra su hermano. Dos años maquinando movidas para acabar con él. Se especializó en estafas, amenazas, emboscadas, chantajes, coartadas, montajes de pruebas. Todo en teoría, claro. La práctica la empezó a su salida de la cárcel, demostrando a los choricillos de poca monta que pensar los palos con antelación es fundamental para el buen éxito de la empresa.
—Luchi ¿dónde te metes, tronco?
—Estoy escribiendo una novela, tío –dije esperándome la risotada– encerrado en casa como un loco.
—¿Cómo escribiendo? –ya veía venir el cachondeo, mejor habría sido decir otra cosa.
—Poner una letra detrás de otra, joder.
—¿Tú sabes hacer eso? –lo preguntaba alucinado, como si fuera tan raro escribir.
—Te explico la movida. Venga.
Mientras le soltaba el plan que había pensado, él iba diciendo «vale» «bueno» «espera». Me propuso los cambios y me parecieron bien. ¡Cómo no! Qué facilidad para la improvisación sobre la marcha tiene el tío.
—Bien, tenemos al Spielberg con el equipo –dijo con un chasquido de dedos.
—Sí, llegará ahora.
—Las chicas –pensaba en voz alta– Tú, yo y… falta.
—No falta nadie, estamos los seis – dije con seguridad.
—Falta… –pensaba con la vista perdida en el espacio.
—Falta una polla como señuelo, por si acaso.
—¿Una polla de señuelo? –pregunté– ¿qué coño dices?
—Sí, sí. Una buena polla negra y enorme. ¡Verás, Luchi, qué fiesta vamos a montar! –disfrutaba como niño con un helado gigante.
Tomó el teléfono.
—¿Cafetito? ¿dónde estás?
—Hostia puta, el Cafetito. El que faltaba para el bautizo –dije llevándome las manos a la cabeza.
—Ahora viene. Vale ya está todo –pensé qué bien se lo pasaba el cabrón con estas movidas.
—Oye, espera. ¿El Cafetito qué pinta? –pregunté.
—El Cafetito es un agravante de primera línea, no te preocupes– decía tan pancho él.
Mientras pensaba yo en lo del agravante entraron las chicas, arregladas para ir de fiesta.
—¡Haaalaaa! ¡vaya nivelazo! –el bar entero se quedó mudo para verlas bien. Cuando las tías dicen de arreglarse para entrar a matar ¡cuidadito! eh?
Afuera se oyó el claxon de la furgoneta del Spielberg, que venía con su ayudante. Llegó también el Cafetito. Ocupamos el interior del bar, reservado para nosotros previo pago de precio especial. La dueña encantada de la vida. La música dentro a gran volumen.
Tomó la palabra El Chupao
—Bien, estamos los siete. Buen número. Escuchad con las orejas.
En primer lugar explicó el plan describiendo en líneas generales lo que iba a ser el asunto y los personajes. Luego pasó al plano individual describiendo el papel que cada uno debería hacer exactamente. Gestos, palabras, miradas, risas, escotes, lavabos. Todo con detalle y sus posibles variantes en función de la actitud y respuesta de los mirlos.
—Spielberg ¿ya lo has hecho más de una vez? preguntó.
—Sí, y más complicado. Tranquilo, sin problemas –dijo con seguridad profesional.
—¿Chicas? ¿Queda claro?
—Yo no lo hecho nunca –dijo la italiana con la inútil expresión de no haber roto un plato en su vida.
—¡Venga ya! –soltó la Sevi, provocando la risa de todos mientras la escandalosa Tina se chupaba el dedo índice y ponía cara de boba, descubriendo las bragas con la otra mano.
—Vale, vale. ¿Cafetito?
—Perfecto para mí.
Siguió el Chupao.
—Yo iré en la moto con Luchi. En la furgoneta iréis los demás. Bajad de ella en el orden previsto. Entrad y sentaos de acuerdo a la instrucciones. Si algo sale mal no nos llamamos por el móvil ¿de acuerdo? –puntualizó con énfasis– quedamos en el Margarita Blue y no hacemos llamadas a nadie hasta que lleguemos los siete. ¿ok? Lleváis dinero para taxis. Bien. En marcha.
■ ……
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