■ El asador estaba petao a la hora punta del mediodía. El office de la entrada exhalaba esa euforia típica que la gente emana a las puertas de los buenos restaurantes, mezcla de saberse bien atendidos, comidos y bebidos; donde culminará la dosis diaria de felicidad satisfaciendo el apetito que se ve venir. El aroma exquisito de las mejores carnes asadas al horno encaja perfectamente con la estética rústica y tradicional del lugar. Es maravilloso salir a comer al restaurante. Yo no entendería mi vida sin ellos.
Confirmé la reserva, pero el sube y baja emocional me impedía sentarme sólo en la mesa, demasiado tranquila, necesitaba hinchar los pulmones y bufar bastante a menudo. Así que esperé a Pedrolo en la puerta.
Pedrolo. Lo conocí hace unos años en una exposición de Kandinsky, en la Pedrera de Gaudí, en Paseo de Gracia. Acudí con una amiga, muy apasionada al pintor ruso y al arte en general, siempre que la obra no sea un aristócrata hinchado subido en un caballo. En la primera planta un corro de personas esperaba el momento de la visita guiada. Unos escalones forrados con moqueta ascendían al comienzo de la exposición. Es bien sabido que los peldaños enmoquetados son siempre peligrosos pues esconden precisamente los peldaños. Y allí estaba él, haciendo un raso entre el primero y el segundo nivel, allanando lo que, a su entender, debería ser un único piso. Tras perder el firme salió volando –literalmente– y aterrizó con su cabeza contra el hombro de una señora del grupillo de personas que esperaba en la cola, a nuestro lado.
El golpe fue tremendo y la cara que puso todo un poema, entre el ridículo y el aturdimiento. La hijaputa de mi amiga no paraba de reírse, se giraba de espaldas para disimular. De la risa se contagiaron también los del grupo que paró su caída y ya era un descojone total. La verdad es que la pose de él intentando pararse en el aire fue muy graciosa. Yo sabía que se tenía que haber hecho daño, obligadamente. Era imposible haber salido indemne de semejante golpe. Le hice sobreponerse, las risas aflojaron, vinieron entonces los ofrecimientos de ayuda.
–– ¿Estás bien? –le pregunté.
––Sí, sí gracias –contestó tocándose la barbilla.
–– ¿Quieres un vaso de agua o algo? –le pregunta mi amiga, en el intento de subsanar el cachondeo iniciado por ella. Vaso de agua, le dijo, como si se hubiera mareado.
––No, no gracias –respondió con gesto avergonzado–. Si no ha sido nada.
Lo dijo con la humildad propia de la buena gente. Su mirada me agradeció de corazón el gesto de ayudarle y, sobretodo, por no haber sucumbido yo también al guirigay colectivo que momentáneamente explotó en la sala. Se quedó a nuestro lado por un momento, temeroso de iniciar él sólo el camino de salida a la calle. Entendí la actitud de compasión que reclamaba y decidí no entrar ya a la exposición.
–– ¿Qué tal la muestra? –le pregunté dirigiéndome hacia fuera. Guiñé un ojo a mi amiga, haciéndola entender que no entraríamos en ese momento.
––Para salir corriendo –reímos todos con una carcajada que alivió la tensión del momento.
––Bueno, yo soy Pedro, me llaman Pedrolo.
■ La falta de voluntad en sus años mozos le impidió a Pedrolo finalizar los estudios de psiquiatría y la situación familiar hizo el resto: apartarlo definitivamente de cualquier ocupación que no fuese ganar dinero. La vocación de servicio mental fue creciendo en él a medida que cumplía años pero la dificultad en retomar la carrera le llevó a conformarse con una plaza como auxiliar de clínica en un centro de salud mental de Barcelona, poniendo así fin a sus aspiraciones más doctas.
Durante el proceso de selección para el puesto hubo de pasar las oportunas pruebas de aptitud y eficiencia, test de personalidad y psicológicos, así como varias entrevistas con responsables de la clínica. El último día de pruebas, el quinteto finalista formado por los aspirantes de los que saldría el único seleccionado, entre los que se encontraba Pedrolo, sufrió un retraso en el ejercicio definitivo por incomparecencia del Director General. Los candidatos se dispersaron por las distintas salas del hospital, a la espera de ser llamados para el examen decisivo. Pedrolo se alejó hasta el fastuoso jardín que conducía a la entrada principal de las instalaciones de la residencia.
Reparó en una de las estancias situada en el extremo del edificio, en su cuidado diseño, las enormes dimensiones de la acristalada pared que facilitaba un buen chorro de luz natural a su interior. Y pensó en el privilegio del que disfrutaban los enfermos allí ingresados, si es que un enfermo puede sentirse privilegiado alguna vez, con las magníficas vistas que sobre los aposentos se percibían desde la posición de Pedrolo.
Entre el grupo de personas que advertía, unas en sillas de ruedas, otras de pié, algunas sentadas en sofás individuales, distinguió a una ancianita situada muy próxima a la pared transparente. Apoyaba la cabeza cansadamente sobre el vidrio y le hacía señales con la mano. Pedrolo no correspondió al gesto, recordó estar en una clínica mental, y la señora alguna dolencia psíquica sufriría para encontrarse allí recluida. Giró la cabeza hacia otro ángulo del jardín con la voluntad de olvidar la escena.
¡El examen! recordó entonces el motivo por el que se encontraba allí y arrancó apresurado por el camino de vuelta. Ignoraba el rato que había pasado en el jardín ¡joder, si me pierdo la última prueba me da algo! –se decía Pedrolo.
Caminando a toda prisa hacia la puerta por la que había salido momentos antes, se comprometió a visitar a los enfermos si resultaba elegido. ¿Y si no me cogen? Se detuvo en seco, irritado consigo mismo por albergar la miserable duda de si saludar o no a una pobre gente cuya única relación con el exterior era saludar, saludar a todos. Saludar a los de afuera.
Viró decididamente hacia la sala de enfermos; junto a la abuelita otros compañeros suyos empezaron a llamar a Pedrolo, requiriéndolo. Le decían que fuera hacia ellos. ¡Era todo el grupo con las manos levantadas, como si lo conocieran, reclamándolo!
Nada puede ocurrirme –se tranquilizó– pues abandono el lugar. Entró en la sala.
–– ¡Señor Pedro Casanovas!
–– ¡Pedro Casanovas! –voceaba la secretaria por los pasillos contiguos. El Director General había llegado dispuesto a realizar las entrevistas.
––Sr. Director, falta un candidato –dijo temerosa la secretaria, como si lo hubiera extraviado ella.
–– ¿Ha venido? –preguntó solícito.
––Sí, sí, señor –respondió– estaba aquí hace un rato. Cuando usted llamó para avisar de su retraso les dije que podían darse una vuelta. Y no aparece.
––Estará por aquí, en algún sitio –se levantó decidido a iniciar su búsqueda.
Se detuvo después de traspasar el umbral de la puerta. Había algo en el ambiente que decidió analizar con distancia, la secretaria hizo lo propio dos metros tras él.
En la sala habría unas treinta personas, entre personal de ayuda y enfermos. El aspirante se situó ante éstos, quedamente, como esperándolos desde hacía mucho tiempo. Ellos lo rodeaban observándolo con total serenidad. Esto fue lo que extrañó a los empleados allí presentes: la calma de los maniáticos más delicados. Nadie se movía. El cuadro era insólito, pues si alguien ajeno al hospital irrumpía en las dependencias para enfermos, éstos se abalanzaban sobre el intruso acribillándolo a preguntas, sobresaltados: ¿tú quién eres? ¿Qué te pasa? ¿Cuántas pastillas tomas? Otros habrían comenzado con su alteración habitual ante lo desconocido, con el consiguiente alborozo entre sus compañeros y las molestias causadas al personal por la obligada atención de éstos a los recién trastornados. Normalmente las visitas sorpresa o irrupciones inesperadas acababan en algarabía total.
Nada. No pasó nada. Por primera vez la quietud se anticipó al jolgorio con el que los internos recibían a los extraños. La expresión serena de sus rostros iba acompañada de una actitud apacible y sosegada. Lo observaban con la confianza que sólo los afectados ofrecen a sus cuidadores más comprensivos. Nadie como una persona que sufre es capaz de sentir la capacidad humana de quien le atiende. Lo leen en sus ojos, hasta los locos perciben eso.
El candidato ante ellos, vigilante pero cálido, se mostraba tal cual, ofreciéndose para que vieran sus intenciones. Así era. Así sería. El círculo formado entorno a él regocijaba tranquilamente.
––Pedro Casanovas –pronunció el director. No fue una pregunta, sino una constatación.
–– ¡Yo! ¡Oh! ¡Ostras, las pruebas! –exclamó Pedrolo, alterado, volviendo a la realidad que le había traído al lugar.
––Soy el Director General –extendiéndole su mano mientras lo miró con fijeza, intentando adivinar el origen de la magia del momento, sin conseguirlo. El personal presente, boquiabierto tras la función ofrecida, cercó al jefe superior para no perderse una palabra.
––Enhorabuena. El puesto suyo.
■ ……
0 comentarios:
Publicar un comentario