■ Camino de El Yantar de la Ribera, un asador cojonudo a la manera castellana, en el Eixample bajo de Barcelona (a ver si el cochinillo y los vinos ejercían sobre Pedrolo el efecto euforizante acostumbrado y así facilitarme la tarea humillante de reconocerme un liante novelero y soñador) iba debatiéndome entre las diferentes emociones que la situación me acarreaba.
Debía a Pedrolo el impagable favor de haber buscado un contacto muy valioso en el mundo de la distribución de libros. Nunca se lo agradecería bastante. También reconocía al personal de la editorial su extremada atención y amabilidad hacia mí, en estos tiempos que vivimos donde nadie te devuelve una llamada, el simple hecho de ser contactado para una cita con una responsable de edición, en base a una ficción sólo relatada, es para sentirse excepcionalmente orgulloso. Y así me sentía.
Me regalaron el inmenso goce de imaginar que mi historia había gustado, que fue explicada de uno a otro, pronunciada en voz alta y escuchada. Los veía por sus despachos charlando animadamente sobre mi guión novelado, contentos por haber descubierto el próximo superventas editorial. Soñaba yo. El nuevo escritor de éxito. Soñaba yo. Mi dicha era infinita, inexplicable. Habían inflado mi amor propio y me llenaron de esperanzas.
Que unos profesionales del mundo literario se hubieran dicho mis vivencias me provocaba una emoción indescriptible. ¡Ya era escritor! Faltaba escribir algo, pero eso qué más daba, fui capaz de fabricar una historia y hacerla vendible. ¿Qué representaba ahora tener que escribirla? Toda ella estaba en mi mente, reposando, a la espera de ser trasladada al papel. Quedaba ese único paso, escribir, ¡bah! un puro trámite.
Aquella madeja de recuerdos inconexos traídos en forma de aventura urbana, falsificados con escenas tomadas de aquí y de allá, inventadas unas, verídicas las otras, había producido un embolao capaz de convertirse en algo sólido para hacer público. ¡No me jodas!
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