■ Me dirigía por Paseo de San Juan hacia la Barceloneta, una buena pateada me iría bien para bajar la cogorza que llevaba encima. Vino, cafés, orujo ¡joder! Cada vez que quedamos para comer es un desfase. ¿Cómo llegaría él a la clínica? Buahhh! No quiero ni pensarlo. Aunque el autocontrol que tiene es asombroso, desde luego. No conozco a nadie con esa facultad para dominarse en situaciones límite. Estoy convencido que Pedrolo tiene poderes. Siempre lo pensé; no se lo he dicho a nadie por rubor, por no reconocer que creo en esas tonterías. La verdad es que no creo en ellas. Pero cuando uno llega a conocerlo, a ser testigo de tantas circunstancias vividas en las que ha salido (hemos salido) indemnes, no puedo por menos pensar que tiene un hechizo benévolo que proyecta positivamente sobre los demás. Su influjo sobre todas las personas allegadas –que son muy pocas, pues no se relaciona en exceso– es determinante. Nadie se siente incómodo en su compañía. Si está presente nada malo puede ocurrir.
Notaba que andaba demasiado rápido. ¿Dónde voy? Sé muy bien dónde voy. Me quité de encima a Pedrolo después de la comida –habiendo propuesto él tomar las últimas en una terraza al lado de su trabajo– con la intención de quedarme solo. ¿A quién quiero engañar? Después de un festín como este es muy difícil que me resista a unas rayas. Iba de cabeza. Le dije a Pedrolo que había quedado con mi hermana para un asunto de economía familiar. Mentira. Otra trola de las mías. Se lo dije porque me incomoda esnifar en presencia de alguien que no toma. Me corta el rollo. Y más, Pedrolo, que no está en nada de acuerdo con mi afición y aún me hacer sentir más molesto.
Cuando en el restaurante el bienestar producido por la comida y el vinillo se me instaló en el estómago, ya supe que pillaría un gramo. Es como una consecuencia de sentirme satisfecho: ir un poco más lejos.
Llegué a la cabina de teléfono de la parada de metro de Barceloneta, desde donde el Rulas quiere que le llamen. Es el único camello del mundo que se hace llamar desde la cabina pública más cercana a su casa. Las cabinas de la calle son lo más intervenido que existe en occidente, más que los móviles, los fijos, locutorios, servidores de correo electrónico, PMR, TDT, emisoras 27mhz, VHF y banda marina. Y para acabar de arreglarlo hay que llamar al fijo de su casa. ¡Alucina! Llamas sin llegar a hablar y cuelgas. Al minuto aparece por ahí mirando a todos lados. Lleva no sé cuántos años en el negocio y ahí está. Le llamé.
■ ……
0 comentarios:
Publicar un comentario