■■ El Dr. Jungson dirigía la reunión semanal sobre terapias en la clínica Burgoll de Barcelona. Todos los lunes, a primera hora, los Psiquiatras Jefes debían presentar el informe de tratamientos y exponer las novedades –progresos y retrocesos– que durante la semana se habían producido.
Los médicos convocados estaban convencidos de que estas sesiones eran una simple tramitación más, un vicio burocrático. Consideraban que el escaso margen de maniobra que tenían ante el paciente no daba para tantas reuniones, comités, sesiones, comisiones y consejos. «Si todo nos viene dado de antemano ¿para qué tanta charla?» pensaba la mayoría.
El Dr. Jungson no creía lo mismo. Reconocía el escaso recorrido para la estrategia personal de los especialistas, pero era precisamente en esa falta de espacio donde se distinguían los buenos facultativos de los mediocres. El médico corriente se escabulle en la inercia propia que ofrecen centenares de enfermos, en el cansancio de miles de horas, se excusa con los desajustes por cambios de horario, con los infinitos historiales clínicos, se deja llevar por la tendencia generalizada y, sobretodo, por la vagancia universal tan extendida en el género humano. Siempre hay a mano un motivo para la negligencia. Para el no.
Los mandatarios del centro hospitalario confiaban ciegamente en el Dr. Jungson y en sus reuniones semanales como ejercicio clave de seguimiento a los propios psiquiatras. Hacía diez años que venía obteniendo resultados más que satisfactorios en cuanto a profesionalidad y participación del cuadro médico. Acertaba en su elección, distribuía las responsabilidades tendiendo en cuenta no solo las facultades de cada cual, sino, los rasgos de su personalidad que mejor cuadraban en el desarrollo de determinadas tareas. De ellos averiguaba, con suma facilidad, el grado de implicación que alcanzaban con sus pacientes. Este detalle no pasaba por alto a los accionistas del grupo que, además de mirar por los beneficios de su empresa, también tenían familiares ancianos. Todo el mundo los tiene. La vejez aflora gran parte de las dolencias que la clínica trataba, por tanto, se reconocían a sí mismos como sanadores y sanados.
Los accionistas del grupo estaban contentos y no concebían a otro inspector de psiquiatras que no fuera el Dr. Jungson.
Él abrió la reunión.
––¿Dr. Ansiedades? –le preguntó con una sonrisa.
Se refería así al Dr. Castilla desde que un día reconociera su dificultad en autosatisfacerse sexualmente después de que un paciente aquejado de frotismo le confesara que tras un leve roce con él se retiraba al baño para masturbarse buena parte del día.
Dijo harto ya de la broma:
––En esquizofrénicos ingresados: suministro y control de antipsicóticos en las dosis indicadas. Rehabilitación psicosocial y actividades deportivas según el programa establecido. Nada a destacar desde la semana pasada.
––¿Dra. Wolf?
––La Sra. Belha, de nuevo –dijo con seriedad.
Estaban al corriente del suceso acaecido días antes. El asunto provocaba una consternación generalizada en el hospital porque la Sra. Belha era muy querida por todos. El tercer intento de suicidio en dos años. Había sido testigo de la muerte de su propio hijo; matado en la calle a plena luz del día, a su lado, mientras ambos miraban el escaparate de una tienda que exponía una preciosa mesa de billar, juego al que su hijo había sido muy aficionado y magnífico jugador, decía ella entre sollozos: «Estaba tan guapo con su chaleco verde como sus ojos verdes. Tan guapo». Lloraba y lloraba la pobre Belha. Era aún joven, no había cumplido los sesenta, de modales refinados, hablar pausado, pronunciaba las eses como un agradable silbido, no se la oía al andar. En estos dos años había envejecido dos décadas y su mirada ausente combinaba momentos de ira y de ternura a partes iguales.
––Hablé ayer noche con ella, antes de irse a la cama –siguió la Dra. Wolf muy afectada– dice que es inútil que la vigilemos. Que no podremos evitarlo, que tarde o temprano lo conseguirá.
Los presentes se precipitaron a intervenir y el Dr. Jungson hubo de detenerlos extendiendo una mano y tomando la palabra.
––Me han dicho que ha pasado buena noche. Tomó el Citalopram y la Nefazodona sin problemas. ¿Y ahora? –preguntó
––¿Sabéis qué hace en este preciso instante? –preguntó con suspense Ana Cárdenas, psiquiatra especialista en trastornos de adolescencia, sabedora que estaba dando un noticia bomba.
––¿Queeé? –preguntaron las catorce voces a la vez.
––¡Está desayunando! –respondió
––¡No puede ser! –exclamó incrédulo el Dr. Jungson.
Tomó el teléfono y llamó a planta.
––Soy el Dr. Jungson ¿con quién hablo, por favor?
––Soy la auxiliar Eva.
––¿Podría decirme qué hace la Sra. Belha, por favor? –preguntó impaciente–
––Toma el desayuno con… ese chico. Quiero decir… ehmm… con el auxiliar Pedrolo.
––¿Quién coñ… carajo es el auxiliar Pedrolo? –requirió cansado ya del misterio.
––Pedro Casanovas, señor. El nuevo.
■ ……
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