■ Es ponerme un poco de farla y entrarme unas ganas de follar irresistibles. Luego en mitad de la obra se me corta la trempera pero el vicio sigue en el coco. Repasé a las candidatas disponibles. Lunes por la tarde ¿Dónde coño voy un lunes a las cinco de la tarde? La única libre era Susan, la alemana. Con el material que llevaba encima me recibiría con los brazos abiertos (¿los brazos?) y me aseguraba una buena tarde, por lo menos hasta las nueve. Luego me iría a casa a escribir, claro. Después de unos buenos polvos, cinco whiskys y un moco, seguro que empiezo a escribir. ¡Fijo, vamos!
–– Meine Liebe Quadrat! –la llamo mi amor cuadrado y ella simula irritarse apretándose la cabeza con las manos imitando a algún compatriota serio.
––¡Hola, torero macho! –a mí me molesta más su broma–.
––Qué guapa estás –además de verdad, es la alemana con la carita de niña más guapa que conozco. Pequitas alrededor de la nariz, boca perfecta, ojos como una piscina de bonitos y rubia, rubia que te mueres.
Susan vino de Berlín a trabajar como diseñadora gráfica mientras aprendía español. Buena estudiante en su país, prometía como creativa en el sector de la publicidad. Con una facilidad poco común para las tecnologías audiovisuales empezó con mucha fuerza en una empresa especializada en innovación gráfica para productoras de televisión. Dedicaba gran parte del día y de sus esfuerzos en organizar y planificar la actividad de su departamento, alcanzando en poco tiempo una merecida fama de magnífica profesional. ¡Claro, es que es alemana! decía algún gandul paisano mío –como si a él le estuviera vetado involucrarse en la empresa–. Cuando la conocí no paraba de hablar de trabajo, de los incompetentes compañeros españoles y de la falta de seriedad de los directivos nacionales en general.
Un domingo me la encontré en un after hours del extrarradio de Barcelona; eran las doce de la mañana, bailaba sobre un podio a cuatro metros de altura, sólo llevaba un sujetador y unos tejanos. «Ésta ya se ha integrado» –pensé– bailaba como lo hacen las chicas con experiencia en la noche y además, guapas (todo les queda bien pero, sobretodo, bailar). Los brazos alzados en señal de victoria, moviendo la cabeza a un lado y a otro, al ritmo house de la canción que sonaba. La recuerdo perfectamente:
Bu-bu-bump, and dance
La música y ella era todo uno, seguía el ritmo con la sensualidad única que proporciona ir colocada.
The underground baby, the underground
Cada nuevo cambio en el compás, en cada entrada, añadía un gesto distinto que mejoraba el anterior.
Now let me see you work
Ahora el pelo hacia atrás, luego una mano en la cadera y en la otra el dedo índice arriba, diciendo «yo»
Bu-bu-bump, and dance
Y alzaba de nuevo los brazos girando media vuelta, mostrando un culo portentoso, sabiéndose rica, muy rica.
––¿Quién es la tipa? –preguntaron los colegas.
––Una amiga alemana. ¿Has visto cómo está? –pregunté una obviedad.
––¡Joder con la alemana! –embobaos perdidos los tenía.
Por más tías buenas que haya en un local, incluso en aquellos donde el nivel es superior, siempre hay una que es la reina. Esa noche era Susan. Es una combinación de elementos lo que consigue hacerlas radiantes: el pelo, la ropa, las ganas de bailar, el agustón. Sí, sí, de acuerdo, lo sabemos. Pero ha de haber algo más. No se logra cada vez, ni con el mismo peinado, ni repitiendo vestido. Es un estado al que se llega tras una noche milagrosa, sin apenas proponérselo (de lo contrario acaban pasadas de vueltas a las dos de la mañana) donde los encuentros con la gente se van sucediendo por encanto. Cada nuevo conocido, cada nueva presentación, aporta un halo de bienestar que aumenta la felicidad, y con ello, la belleza. Todo lo ingerido sienta bien. La buena música facilita la expresión erótica precisa para mostrar el cuerpo a placer y el buen rollo va generando una especie de exaltación que, finalmente, se transforma en el reconocimiento colectivo de ser la más arrebatadora. Y ellas lo saben, vamos si lo saben. Así estaba Susan ese día.
Al finalizar su exhibición de baile nos vimos en la barra y no me pareció aquella profesional de otros tiempos. Mejoró notablemente su español y desprendía una aureola de madurez vital muy atrayente. Había encontrado el equilibrio emocional tan necesario en la gente que se encuentra fuera de su país, lejos de lo suyo. Me alegré mucho por ella.
––¿Vienes con la botella de whisky? ¿Y con el vichy catalán? Ja, ja, ja –reía como loca, nunca entendía que se pudiera beber esa mezcla–.
––Traigo otra cosita –dije con cara de niño travieso.
■ ……
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