16/10/10

18º - El Dr. Jungson (II)

■■    Soltó el teléfono pasmado. Ciertamente, el intento de suicidio de la Sra. Belha no había tenido consecuencias físicas dañinas para su organismo, pues el impulso de seccionar sus venas con un espejo conseguido de una visitante ingenua, no llegó a profundizar siquiera para sangrar un poco. Gracias a Dios que el ruido de su lamento fue escuchado por la compañera de habitación que rápidamente avisó a la enfermera. Pero de ahí a desayunar tranquilamente dos días después de querer abandonar este mundo le parecía, al Dr. Jungson, cómo mínimo inaudito.

––Iré a verla después –pensó en voz alta. Y a eso chico nuevo, el…

––Pedrolo –dijo Ana Cárdenas.

––¿Este es el chico aquel de…? –preguntó señalando hacia la sala donde se produjo el acontecimiento del que todo el hospital, familiares incluidos, no dejaban de hablar hacía una semana.

––Sí, el “Tropezín” –siguió Ana, emocionadísima con el tema que ocupaba hoy parte de la reunión, habitualmente tan aburrida–. Va tropezando con todo lo que encuentra a su paso y los enfermos lo han bautizado “Tropezín”, parece nombre de medicamento. Le queda bien.

Todos rieron a una. En verdad el bautizo era muy acertado.

––¿Dra. Ana Cárdenas? –preguntó con retintín uno de los allegados más jóvenes– se la ve a usted excitada cuando habla del Sr. Pedro Casanovas. ¿Necesitará usted un diazepam?

Ana se sonrojó, pero lejos de rehuir la respuesta o dejarse amedrentar por la irónica pregunta, respondió al indiscreto compañero:

––Me bastaría con un tropezín –respondió aclarando sus preferencias varoniles en la clínica y descartando así a todos los presentes, algunos de los cuales suspiraba hacía tiempo por la lozanía de la brillante doctora.

El Dr. Jungson medió:
––Señores, señoras, por favor, volvamos a lo nuestro.

Siguieron los informes de resultados, las copias de análisis y los gráficos de los electros. Los que hubieron de argumentar los retrocesos de pacientes, lo hicieron de mala gana; aquellos que previnieron sobre los avances de los suyos, los mostraron con jactancia; los estabilizados no empeoraban, y al final de la reunión, todos proyectaban el nimbo desde sus cabezas, orgullosos de contribuir a la más noble de las actividades que pueda desarrollar el ser humano: mejorar la vida de los otros. Se sabe poco acerca de las enfermedades mentales y mucho menos sobre el hermano pobre de la medicina –el cerebro– el gran desconocido.

Pero lo poco que se sabe lo saben los médicos.




      Kafka paseaba por el parque Steglitz de Berlín y sabía que iba a morir de la tuberculosis que le estaba debilitando. Se encontró con una niña sola que lloraba desconsoladamente. Se acercó a ella y le preguntó qué le pasaba: la niña había perdida su muñeca. Lloraba con una intensidad tal que afligió al propio escritor y éste inventó una historia para confortar a la pobre niña. Le explicó que la muñeca no estaba perdida, que se había ido de viaje y que le había enviado una carta que tenía en su casa porque él era “cartero de muñecas”.

La Sra. Belha escuchaba atentamente a Pedrolo, con la expresión abstraída de niña escuchando un cuento.
                                          
… la niña, fascinada, dejó de llorar y le exigió la carta que le había escrito la muñeca. Kafka prometió entregarle la carta al día siguiente. Esa noche escribió la carta que llevaría un timbre inglés sacado de la correspondencia que recibía el escritor y al día siguiente se la entregó a la expectante niña. Durante varias semanas, Kafka, escribió unas cartas maravillosas procedentes de todos los lugares pues la muñeca era muy viajera, le explicaba él, y la niña encandilada miraba los sellos de correos de Europa, América, África, mientras imaginaba a su muñeca Brígida dando la vuelta al mundo.

––¿Y cómo acabó, porque la muñeca no apareció nunca, verdad? –preguntó la Sra. Belha preocupada por la felicidad de la niña.


… la niña recibió un paquete con una nueva muñeca. Era el consuelo máximo que Kafka le pudo conseguir. Elsi –así se llamaba la niña– no recuperó la muñeca perdida pero la nueva muñeca venía de parte de ella y el dulce propósito del “cartero de muñecas” con sus cariñosas cartas hicieron muy feliz a la niña.


La Sra. Belha arrancó a aplaudir enternecida y con ella todos los compañeros que se congregaron en la habitación para escuchar el fabuloso relato. El Dr. Jungson presenció la escena desde el pasillo.


––¿Pedro? –le saludó cordialmente– te invito a un café.

––Gracias, señor, quiero decir… doctor.

Y salieron entre el gozo de los asistentes, agradecidos por oír de boca de un cuidador –que era como decir de uno de los suyos– una historia tan emotiva.




––Te estás haciendo famoso, chico –le dijo con una palmada en la espalda.

––Espero que no Dr. Jungson –respondió Pedrolo con modestia.

––¿El cuento es real? –preguntó a la espera de un sí que reafirmase su simpatía por los personajes protagonistas.

––Sí, por supuesto –dijo–. Todos los seguidores de Kafka buscaron durante años a la niña Elsi, sin conseguirlo. Revolvieron la ciudad de Berlín entera, casa por casa, publicitaron anuncios en la prensa de todo el mundo y no recibieron respuesta.

––Quizá haya sido mejor así –apuntó– a saber en qué se habría convertido la adulta Elsi.

Pedrolo rió.
––Sí, a saber.

––El mensaje de sustitución de un ser querido por otro es muy acertado para la Sra. Belha –descifró a la perfección el astuto psiquiatra.

Pedrolo asintió con sencillez.
––¿Me permite preguntarle si sabe por qué mataron a su hijo?

––Según la policía fue un error. Unos matones de… no sé dónde buscaban a un jugador de billar con pinta de inglés y fueron a por él. Aún no los han cogido, parece ser le explicó con desagrado.

Pedrolo miró receloso al doctor tras escuchar la versión policial. Después, suspiró. El Dr. Jungson creyó leer en su rostro un atisbo de preocupación más allá del puramente profesional.

––Olvida este asunto, no es tu trabajo le ordenó.

––Sí, doctor Jungson acató, Pedrolo, con obediencia.

––¿Hablaste ayer noche con la Sra. Belha? le sondeó estaba un tanto excitada y, sin embargo, ha pasado buena noche y esta mañana a desayunado a primera hora.

––Me despido de los enfermos antes de retirarse a dormir –dijo.

––Ya, ya, pero ¿puedo saber exactamente cómo te despediste de la Sra. Belha? ¿por favor? –preguntó con una precisión tal que hacía imposible evadir la respuesta.

Pedrolo decidió mentir, no estaba dispuesto a desvelar la conversación con la Sra. Belha ni siquiera al psiquiatra jefe, sobretodo, después de haber comprobado el efecto beneficioso que la charla ocasionó en ella.

––Nada en particular, doctor Jungson. Le dije que la vida valía la pena y que…

––¡Vamos, Pedro! –interrumpió perdiendo la paciencia– conozco a los pacientes y las enfermedades. Eso de la vida se lo hemos dicho todos a lo largo de dos años un millar de veces.

––No sé a qué se refiere. Eso fue todo– Pedrolo se plantó dispuesto a no soltar prenda, el compromiso dado a la Sra. Belha le convenció de su acertada actitud.

––Está bien, está bien –se rindió el superior ante el toma y daca que se veía venir.

Pedrolo jugaba con la cucharilla del café, era su manera de evitar los ojos de su jefe. Cuanto éste se rindió respiró aliviado y adoptó de nuevo su aire afable y enigmático.

––¿Ha visto el pequeño accidente del Dr. Pons esta mañana en el parking? –preguntó Pedrolo con desinterés.

El Dr. Pons fue uno de los asistentes a la reunión de esa misma mañana, había estado con él casi dos horas y no le comentó nada de accidente alguno. Fue el que profirió el comentario indiscreto a la Dra. Ana Cárdenas sobre Pedrolo, precisamente, aunque el Dr. Jungson no estaba dispuesto a confesarle a Pedrolo la declaración de la doctora.

––¿Accidente? –preguntó curioso.

––Se ha llevado por delante la valla automática de entrada al parking –el Dr. Jungson escuchaba con atención a la espera de ver cómo acababa el percance.

––Bueno, habrá sido un pequeño despiste –dijo quitando importancia al suceso.

––El vigilante se encontró la valla golpeando sobre la parabrisas de su coche y él dentro.

––¡Claro que estaría dentro! –explotó– si era el conductor lo normal es que…

––Dormido –le interrumpió– como un tronco, doctor. Despertó cuando el vigilante abrió su puerta, después de golpear el cristal en numerosas ocasiones.


El Dr. Jungson se levantó sin despedirse camino del parking. El vigilante le confirmó lo sucedido con todo lujo de detalles: ruido del golpe contra la valla, el frenazo del vehículo, número de veces que la valla pegó sobre la luna, cantidad de toques sobre el cristal de la puerta para despertar al conductor, todo ello adornado con gestos grandilocuentes y sacando de órbita los ojos, como si se le hubiera aparecido el monstruo de las siete cabezas allí en el parking.

––Bien, bien –cortando al entusiasmado vigilante-- ¿cuál es el coche de Pedro Casanovas?

––¿Pedrolo? No tiene coche, viene en bicicleta –dijo escenificando con las manos el movimientos de los pedales–

––¿Y dónde la deja? –preguntó buscándola con la vista.

––Arriba, en el cuarto de secretaría.

––Si no viene al parking ¿cómo ha hablado usted con él? ¿Acaso le ha llamado para explicarle el incidente?

––No, señor. No se lo he explicado a nadie. El Dr. Pons me pidió que no lo dijera, al fin y al cabo, no ha habido daños materiales para el parking. Yo creí, Dr. Jungson, que usted lo sabía por el mismo Dr. Pons.





Pedrolo iniciaba su descanso habitual para la comida. Decidió llamar al único amigo que podía prestarle el tipo de ayuda que necesitaba.

––¿Luchi? ¿Tú sabes jugar al billar? –le pidió directamente.

––¿Billar?  Soy un puto crack.

■ ……

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