31/10/10

25º - El dvd (II)

■■   Los zumbidos del móvil le impidieron seguir durmiendo con la holgazanería deseada «Deben ser más de las tres» –se dijo–. Un rato antes apagó el teléfono tras las repetidas llamadas de su padre, primero, de sus tíos, después, y de sus primos, más tarde. «Todo el mundo llama hoy, hostias». No atendió a nadie, se daba por excusado a la comida familiar con la justificación de su maltrecho estómago. Al fin y al cabo qué pintaba él allí, con aquellos carcamales pasados de moda y de sus insoportables hijos presumiendo de casas en la playa y de lujosos viajes, y ellas con sus charlas sobre ropa para bebés y de los últimos arreglos en los pómulos de Cuca.

—¿Cuándo te vas a casar? –se mofaba ante el espejo de los parientes que le reprochaban su falta de tradición familiar.
No se sentía en la misma cuerda de los viejos ni de los jóvenes, Juan Sugrañes Badal era un hombre moderno, él hablaba de fórmula uno y de cómo tratar a las mujeres; sobre dirigir un club de fútbol o un equipo de gobierno en crisis.  La verdadera valía de las personas se demuestra en cuestiones importantes. «Ahí están los seres superiores» Pensaba él. «¡Qué sabréis vosotros!» decía en voz alta en la ducha al tiempo que se enjabonaba con cuidado el recto. «Aún me duele esto» recordaba avergonzado. Tras dos días en cama para reponerse de la endiablada fiesta, la resaca persistía en recordarle (con cierto pudor) los excesos cometidos y que ahora le pasaban factura en forma de molestos pinchazos “ahí detrás”.

—Es porque soy un tío moderno. ¡Ya está! –se convencía–. «¡No tenéis ni puta idea!» cantaba con el teléfono de la ducha a un público imaginario compuesto por familiares y conocidos, despreciándolos como un rockero salvaje pasado de vueltas mientras dirigía el chorro de agua a sus partes más íntimas y hacía el signo de victoria con la lengua afuera. «Soy el súper mega» y flexionaba las rodillas con un ahhg! que él atribuía a su superioridad total en la especie.

La euforia le duró poco. Al acabar de vestirse reparó en la cartera. Le faltaba la cartera. «¡Hostia puta!, la zorra y el maricón del otro día me han quitado la cartera». Se apresuró a encender el teléfono para llamar y anular las tarjetas de crédito. En cuanto tuvo línea se precipitaron en el móvil las llamadas perdidas en forma de mensajes que identificó fácilmente con los números de familiares y amigos de la dichosa comida.

De pronto, alguien llamaba con el número oculto. Rechazó la llamada.
Contactó con su amigo Félix –su segundo– para que le dispusiera de dinero en efectivo para ese día. Mañana iría al banco para solicitar los duplicados de tarjetas correspondientes.

La llamada oculta insistía. Rechazó de nuevo. «Los amigos de papá, seguro. No he cogido las llamadas y ahora ocultan el número para intentar hablar conmigo».

Otra vez.
—¡Vvumb, vvumb!
—¿Sí? –respondió–.

Al principio no entendió bien de qué se trataba. Parecía una discusión entre varios: una mujer, luego un hombre, de nuevo la mujer. Un lío. No comprendía nada. Creyó que era una conversación interceptada por su aparato pero que nada tenía que ver con él. Hasta que identificó las voces. Y los alaridos. Entonces fue como una cuchillada en el estómago. Un metal frío que le abría las tripas mientras escuchaba hipnotizado unos sonidos que empezó a reconocer. La voz de ella. La voz del otro. Los gemidos propios. Las guarradas que «ella» le dirigía a él mismo. Sus órdenes, sus gritos, ahora le sonaban diferentes. No parecían dirigidas a él, pero lo eran.

Colgó, temeroso. «¿Cómo habrán averiguado mi número?» se preguntó.

Encontró una fotografía de calidad profesional en el portal de entrada a su edificio, tan explícita en su contenido que no dejó lugar a dudas a vecinos y paseantes que la pudieron contemplar durante las veinticuatro horas que estuvo expuesta.

Recibieron copias del dvd: la familia, los vecinos, la empresa, el bar que frecuentaba por las mañanas, el de por las noches, el concesionario de vehículos, sus tiendas habituales de ropa, el solárium, la relojería, La Caixa, el Banco de Santander, la mutua de seguro médico, y hasta la academia de inglés.

No apareció más por la empresa. Papá Sugrañes lo envió a Madrid a estudiar algo relacionado con recursos humanos.


27/10/10

24º - El dvd (I)

■■   Todos los domingos a medio día la familia Sugrañes solía comer en compañía de amigos y familiares; bien recibían en su propia casa, o eran ellos los que visitaban, o acudían a algún restaurante de la zona alta de la ciudad. Ese domingo visitaron a la familia Roca en su casita de la Bonanova. Los Roca eran viejos conocidos de los Sugrañes desde su llegada a Barcelona, allá por los años setenta.

El esmerado servicio se afanaba con los aperitivos en el salón mientras la Sra. Roca, en la cocina, dirigía a un pelotón de cocineros y ayudantes que ultimaban los preparativos del suculento festín en honor a sus más queridos amigos. Cuando todos tomaron asiento y el Sr. Roca se puso en pie y alzó su copa para brindar y dirigir unas palabras a los invitados, la ama de llaves interrumpió el acto para decir:

—Disculpe, señor. Un paquete urgente.
—¿Hoy domingo? –dijo intrigado el Sr. Roca, tomando el sobre kraft acolchado.
—¿Quién lo ha traído? –preguntó la señora Roca.
—Un motorista, señora. No dejó nota alguna ni albarán de entrega.
—El remitente es –leyó el Sr. Roca en voz alta– el Sr. Juan Sugrañes Badal.
—¡Juan Sugrañes Badal! –exclamó el Sr. Sugrañes– debe ser una broma. Como hace días que todos saben que veníamos aquí pues han preparado la broma. Seguro.

El sobre contenía un disco dvd y llevaba una fotografía impresa en una de las caras en la que se distinguía a un tipo trajeado de espaldas y agachado hacia delante con la cabeza casi pegada a una especie de mesa.

Al Sr. Sugrañes le subió la bilis del estómago a la boca y propuso ingenuamente:
—Mejor comamos y olvidémonos de la broma –con la intención de hacerse como fuere con el dvd y evitar su visionado por los presentes.
—Será un detalle cariñoso –siguió la Señora Roca– propongo que lo veamos antes de la comida.

Los hijos de los señores Roca estaban de acuerdo, así como sus parejas, los nietos y demás familiares y amigos que formaban una buena prole, casi una treintena en total. El más vivaracho de los niños volvió al momento con un reproductor de dvd portátil que situó sobre la mesa.

 El mismo niño insertó el disco en la bandeja saliente del lector y presionó la tecla Play. Sin mayor preámbulo, ni títulos, ni letras, apareció la primera imagen de la película grabada. Y con ella el primer chillido.

—¡Ah! ¡Dios mío! –gritaron primero las señoras.

La escena mostraba a un hombre negro que sodomizaba a un hombre blanco mientras le azotaba las nalgas:

—¡Toma polla! ¡Polla adentro! ordenaba una voz femenina.

—¡Quita eso, por Dios! –gritaba la Sra. Roca. ¿Quién ha podido enviar esta guarrada? ¡Quítalo!

Apareció el cuerpo de una mujer (con el rostro desdibujado) que tomaba al hombre blanco por el pelo de su nuca y le ondeaba la cabeza apretándola contra la vagina «¡Chupa, maricón, chúpame el coño!»

En esas, el hombre blanco giró su rostro hacia el negro «¡métela, métela negro!» le pedía, y fue en ese instante cuando los azorados espectadores de la repentina sala de proyección pudieron reconocer la cara del enloquecido animal que, a cuatro patas, pedía al dueño de aquel enorme bergantín negro que lo penetrase un poco más adentro.

—¡Aaaj! ¡Es mi hijo! ¡Es mi hijo! –gritaba la Señora Sugrañes, escondiéndose de los invitados, yendo del salón a los pasillos, y vuelta al salón, para seguir mirando el demoníaco aparato que proyectaba horribles imágenes de su retoño en posición perruna y ofreciéndose a que le clavaran por la desembocadura con total garantía.

—¡Esto no puede ser! ¡No puede ser! –repetía el papá del perforado joven–. Las imágenes están manipuladas.

Podía ser y era. En efecto, era Juan Sugrañes Badal, el remitente del sobre, el hijo ausente de los señores Sugrañes, el mismo niñato malcriado que justificó su incomparecencia a la comida alegando una indisposición estomacal de última hora.

El anfitrión, Sr. Roca, perseguía al niño que se adueñó del reproductor del dvd y que mostrándolo en alto, corría por los pasillos de la casa mientras se escuchaba:

—¡Polla, culo, polla, culo!

Los niños de las familias iniciaron un juego consistente en marchar todos en fila india tras el niño que portaba el dvd (como si de una bandera se tratara) y repetir lo que los altavoces soltaban:

—¡Dale negro!
—¡Dale negro! –cantaban todos a una.

Los papaítos de los divertidos chiquillos comenzaron una persecución tras ellos que les llevó hasta el jardín. Las ventanas de la casa rebosaron de cabezas asomadas –cocineros, camareros, ayudantes, criadas, chóferes– que disfrutaban de la función teatral para mayores de edad servida por niñitos de siete años.

—¡Toma maricón! –se oía a lo lejos la voz del Cafetito.
—¡Toma maricón! –acompañaba el coro infantil.

Los empleados se apuntaron a la fiesta con aplausos acompasados a los angelitos que les procuraban un turno de trabajo como no habían tenido nunca, pues avergonzar a los invitados y a los dueños de la casa compensaba de sobras el miserable precio de las horas extraordinarias en jornada de domingo. El niño principal se subió a un arbolito del jardín y parecía implorar a los dioses ofreciéndoles el famoso artefacto.

—¡Traga! ¡Traga todo! –decía Tina, la italiana.
—¡Traga! ¡Traga todo! –el coro infantil.


—¡Callaos, niños! ¡Callaos! –ordenaban los padres a los incontrolados críos. —¡Dadme eso, dádmelo ya! –ante la expectación de los vecinos que se aglutinaron en sus respectivas terrazas sorprendidos por el acalorado numerito en el jardín de los Roca, conocidos en la barriada por su reservada e intachable conducta.

Los niños entregaron, por fin, el arma del crimen al Sr. Sugrañes padre, que lo tomó en mano sin saber muy bien qué hacer con ello, no sabía apagar la imagen ni tampoco bajar el volumen, y se adentró en el salón de la casa acompañado todavía por los berridos de su heredero, que como un cerdo en matanza, rogaba:

—¡Un poco más de coca en el culo, joder!

■ ……

23º - Futuro

■■    Tengo la cita con la editorial a las diez. La novela marcha bien; he adelantado hasta las sesenta páginas pero a la editorial no les diré que he avanzado tanto. Ellos saben que hice cuarenta páginas en seis días, y es cierto, que es lo que tienen en su poder, pero ahora necesito algunos días para concentrarme en la historia pues toda la movida del niñato me ha despistado mucho y tardaré en encontrar la sensibilidad necesaria para adentrarme de nuevo en la narración y corregir las últimas veinte.

Pero estoy contento ¡tengo algo! ¡tengo una ilusión en la vida! Me está dando una carga positiva que me hacía mucha falta porque estaba en las últimas. Me han venido como agua de mayo estas «Fuerzas para Escribir», han llegado en el momento preciso. No he necesitado que nadie del exterior se presentase en mi casa con una buena oferta de trabajo. No quiero dinero prestado de nadie para empezar nada. Las trabanquetas que me ponía el mundo entero ya no son excusa. No me he tenido que enamorar otra vez para ver el hermoso azul del cielo. No. Todo estaba dentro de mí. Y lo sigue estando. Sólo preciso sacarlo, mostrarlo, arreglarlo. Pero ahí está. El tesoro de mi vida está en mi interior. ¿Habrá dicha más grande? El futuro está en mi mente, dentro de mí. Sí, ya sé, ya sé, siempre está en manos de uno, vale. Lo sabemos todos. Mi amigo Pedrolo repite esto mismo sin cesar. Pero ahora no dependo de las jugarretas de un trepa de oficina que juega con mi vida y con la de mis compañeros. El muy hijoputa juega con mi futuro y con el de mis compañeros, y lo hace porque ha preferido escoger el camino de la especulación en lugar del camino de la honestidad. Sí, eso es lo que pasa. Por eso llegaba a la empresa y se me caían las paredes encima.

Todo el ánimo con que me despertaba, los cantos en la ducha, los silbidos a las chavalas por la calle, la charla de fútbol en la café del desayuno, toda la alegría de vivir se va a tomar por culo cuando entras en la puta empresa y las paredes se te caen encima. Eso es lo que pasa. El problema no es el trabajo en sí. No conozco a nadie ¡a nadie! que no sea capaz de realizar su trabajo por más agobiado que vaya.  No es el trabajo, no señor. Son las putadas. La humillación constante. Es el jodido ambiente que se crea en las empresas (en la mayoría) por la cantidad de trepas de mierda que deciden hacer la vida insoportable a sus compañeros de trabajo a cambio de un plato de lentejas. Eso es.

Y uno se pregunta ¿y para qué? ¿dónde va a parar mi esfuerzo de hoy, y el de mañana? Encima, no aprendes nada. Sólo te enseñan a mentir. Te pasas el día mintiendo por y para la empresa. Y no te enseñan nada. Sólo más putadas. Al final tú te conviertes en un «puteador» como ellos. Si quieres ascender en cualquier puesto de cualquier empresa has de convertirte en un sicario mentiroso e hijoputa como ellos. Si no es así te comes una mierda como un piano de grande. Esta lección la tengo muy bien aprendida. Si eres un tipo que va a la suya, sin mentir ni perjudicar demasiado a los proveedores y colaboradores de la empresa: lo tienes claro. El verdadero «máster» consiste en aprender a estafar (sí, sí, estafar) a los clientes y que sigan pagando. Ese es el aprendizaje máximo al que aspiran los saltagrapadoras que pueblan las empresas de medio mundo.

Miro el dinero que pagan y apenas llega para el alquiler, comer y unos zapatos. Si quiero comprar un regalo a una chica estoy obligado (por narices) a hacer una movida de las mías. No me queda más remedio. No, no, no me queda más remedio. No son excusas lo que digo. Tengo que liarme con algo para sacarme un extra y poder disfrutar un poco –unas horas– con los amigos o un ligue. Y todo por no poder prosperar con la ingente cantidad de hijos de la gran puta que existen de nueve a dos y de cuatro a siete.

Si tu tiempo libre lo ocupas en alguna actividad artística que requiera cierta sensibilidad, y ésta va creciendo en ti con el tiempo hasta el punto de convertirse en un martilleo incesante, esa misma sensibilidad acaba distanciándote de tu trabajo. Así es. Porque no es compatible en la misma alma la jungla del mercado laboral con la actitud ante la vida de Meursault de El Extranjero. No cabe. Es imposible ser rudo hasta las diecinueve horas y susceptible al anochecer.

Si consigues meterte en la piel del emperador Adriano (de la mano de Marguerite Yourcenar) ¿cómo se hace para seguir amando la contabilidad a la mañana siguiente?

O sea, que «sufrimos» con Hamlet como si fuéramos él mismo, sentimos sus palabras como nuestras y, enseguida, cogemos el teléfono para decir que no llegará la mercancía a tiempo por un accidente del transporte, cuando resulta que aún no han salido los paquetes. ¿cómo se come eso? Una de las dos vidas sobra. Una estorba a la otra.

Ahora tengo mi novela. Si me diera para el alquiler y la comida, firmaba ahora mismo que no haría nada más ilegal en mi vida. Lo juro. O lo prometo. Mejor, lo prometo.  No debo hacerme ilusiones porque igual es un desastre todo y me veo de viejo en los comedores sociales, pidiendo unas monedas por la calle para beber vino barato, y acudiendo a la beneficiencia por toda mi vejez, explicando a los jóvenes que encuentre en la barra de los bares que yo quería ser escritor, que yo empecé una novela hace tiempo y al final… nada, y más tarde la mala suerte.

O peor aún. Podría acabar en la cárcel.


■ ……


25/10/10

22º - Fundido a negro (III)

■■   La italiana, impresionante morenaza de metro ochenta con una boca imposible de no mirar, escote hasta la mitad de los pechos y la generosidad de inclinarse hacia adelante cada dos por tres para mostrarles el encaje de sus sujetadores negros, ha conseguido provocar al par de primos más allá de lo prudente.

—¿Qué hacen estos dos aquí en el polígono? –pregunta el acompañante al niño malcriado.

El Spielberg oye lo que ha dicho, gira la silla y nos hace el gesto. El Chupao le muestra la palma de la mano en señal de serenidad.

—Esperar a alguien, supongo –le responde el pringao número uno al pringao número dos, sin perder de vista a Tina, y con la baba a punto de mojarle el nudo de la corbata.

Se abre la puerta y entra la Sevi. La chaqueta hasta la rodilla cubre el osado vestido de su interior y pasa perfectamente por una moderna y elegante empleada de rango superior. Que la Sevi en eso de aparentar se queda sola. La seguridad que rezuma convence al más pintao de lo que haga falta. Que la calle y la noche enseñan mucho, sobre todo, si una no se deja llevar enteramente por el vicio. La Sevi se ha preocupado de su cuerpo y de ganar dinero. Siempre dice «la noche es la perfecta maestra para engañarlos a todos de día» Cómo lo sabe.

El Cafetito la saluda con acompañamiento de orquesta
—¡Encarna, Encarna! –la bautiza para el momento.

—¡Francesca! qué elegante! –le devuelve la Sevi.
—Hoy voy preparada para lo que sea –le dice Tina a la Sevi, insinuándose aún más al niño de papá.

El pringado número dos ve el cielo abierto ante la posibilidad de ser cuatro –al gay no lo cuenta– en la improvisada fiesta.

—Vamos al lavabo –ambas se cogen del brazo e inician la tradicional pasarela femenina camino del reservado.

Los amigos se miran sorprendidos «aquí hay rollo, tío» se dice el uno al otro. «No sé, no sé ¿y el negrito maricón? ¿qué hacemos con él?» Se reían del Cafetito, disponiendo de él a su antojo.

—¿Lo echamos o qué? –chuleaba uno mirando al morenito con la euforia de sentirse superior por creer estar ligándose a una pibaza.
—¡Bujarrón! ¡Ábrete, anda! –le gritaban al Cafetito.

El Cafetito los oía y no paraba de mirarles, sonriente, se fingía atraído por ellos, feliz en la situación y moviéndose al ritmo de la musiquilla que se escuchaba, muy levemente, pero suficiente para coger el ritmo que le ayudaba con su papel.

En ese instante el colega del Spielberg se levanta de la mesa para ir al baño. Al pasar ante los amigos, éstos, subidos de tono por el entusiasmo de la espera a las chicas, le jalean:

—Ehhh! ¿este dónde va? ehhhh! –dice uno.
—Cuidado con mis chatis, eh? –dice el otro.

Vuelve el ayudante y toma asiento. Un nuevo gesto del Spielberg nos confirma que las chicas ya tienen las llaves de la furgoneta.

Vienen ellas tocándose las narices y con semblante un poco más serio. Tragaron saliva repetidas veces y los trajeados hicieron algún comentario al respecto. La Sevi le pide tabaco al pringao número dos y a éste le falta tiempo para tirar la cajetilla al suelo. Ya han hecho las parejas. Quedan dispuestos junto a la barra, la italiana y el niñato, y más alejados de la barra, en el estrecho pasillo que hay entre la barra y las mesas, la pareja formada por la Sevi y el compi del niñato.

—¿Cómo os llamáis?
—Yo, Francesca –dice abalanzándose sobre él, lo toma por la cintura y le besa las mejillas muy cerca de la boca. Vuelve a esnifar por la nariz haciéndole ver claramente el motivo de tanta inspiración. Tarda más de lo normal en soltarle sus caderas, maniobra que el gilipollas agradece eternamente.

—Un momento, voy a hacer una llamada –dice el niñato sacando el móvil del bolsillo y dirigiéndose a la salida.

Le digo al Chupao.
—¿Dónde va?
—A pillar coca.
—¡Hostia puta! –digo– ahora hay que esperar a que pille coca, joder.
—Ya lo sabíamos, Luchi. Estate tranquilo o te coges un taxi y te vas de aquí –me dijo amenazante.
—Vale.

Entra después de la llamada y siguen su charla. Acaban de hacer las presentaciones, Cafetito incluido, seguidas de las ¿qué hacéis aquí? pues he venido a una empresa y esta es mi amiga Encarna y mi amigo Daniel, que me han venido a esperar para irnos a una fiesta. Pero empieza a las diez y ahora son las… ¡las siete y media! qué temprano. ¿Y dónde es la fiesta? pues en Cornellá, en casa de unos amigos. ¿Y tú a qué te dedicas? Yo soy empresario ¿empresario? ¡anda! qué bien. Y este es mi amigo Félix, va conmigo a todos lados.

—¿A todos, todos? –pregunta el Cafetito arqueando las cejas.
—Eh, tranquilo que nosotros no somos maricones –dice el tonto del haba para informar a las chicas que no hay problema, que él sirve para eso de follar con mujeres. Le llaman por el teléfono: —bien, salgo, estoy en el bar –dice. Han tardado poco en venir, eso quiere decir que compra la coca en la zona franca y que lo conocen bien porque se la traen en moto. Sale y entra el instante. Sin disimular lo más mínimo guiña el ojo al colega y ambos se van apresurados a los lavabos. Muy caballeros.

Las chicas nos miran. El Chupao les dice «bien» y mueve la mano imitando el movimiento al encender un coche y, seguidamente, señala al morenito. Ok, las llaves de la furgo pasan de la Sevi al Cafetito.

Los pavos vuelven excitadísimos, me imagino el clenchote que se habrán metido ante las expectativas femeninas. Al llegar a la barra preguntan:

—¿Queréis una rayita? ¿pequeñita? –pequeñita es lo que suelen decir los hombres cuando pretenden llevarse a una mujer a los lavabos, no sea que las asusten si dicen «un rayote».
—Pero ¿no vamos a entrar en los lavabos todos? –dice la Sevi– nosotras hemos entrado ya. Y vosotros ahora.
—¿Por qué no vais a la furgoneta? –propone el Cafetito– Pero solo cinco minutos, eh?

A los pavos se les ponen los ojos como sandías.

—¿Y vamos a salir todos y luego volvemos a entrar? Menudo cante –dice la Sevi.
—¿Pagamos esto antes? –suelta la italiana.
—Ya pago yo –dice el acompañante.

El Cafetito entrega las llaves a la Sevi —cuidado con lo que hacéis— dice a los chicos, animándolos aún más.



La italiana propone ir a la parte de atrás ¿Atrás? –pregunta la Sevi, haciéndose la estrecha.
—Chica, que no pasa nada –la tranquilizan los encorbatados.

Pasan a la parte trasera. La Sevi enciende una tenue lucecita que hay en una de las esquinas del habitáculo —qué calor— dice, se quita con lentitud la chaqueta y descubre el vestido que había escondido hasta entonces. Se deja contemplar por el par de abobados que no pueden evitar los magníficos pechos, las contorneadas piernas y la figura perfecta. La italiana se acuclilla para desplegar una mesita instalada en la pared y, aprovechando la postura tomada, abre las piernas mostrándole las bragas al empresario. —¿Te la haces aquí? Él obedece llevado por la morbosa situación de encontrarse en un espacio de nueve metros cuadrados con dos mujeres de bandera y farlopa. «Esto es el paraíso» se decía a sí mismo.

Él con las rodillas en el suelo, preparando las clenchas y mirando las bragas de «Francesca» que las tenía en la misma línea de tiro. Ni desviar la vista necesitaba para verlas a dos palmos de su lengua. La italiana lo tenía tomado del brazo, ayudándose para sostener el equilibrio pues estaba en cuclillas. El balanceo al que le obligaba la posición era aprovechado por la morenaza para abrirse de piernas a placer. Le tiraba del brazo más para que éste viera lo que le enseñaba, que para aguantar el equilibrio. Tanto se apoyaba que él no podía picar el polvo en condiciones y salieron cuatro rayas que eran más cuatro montoncitos de roquitas que otra cosa. Le ofreció el rulo a ella y no tardó en meterse la más grande, que era también la que se encontraba más lejos de ella. Luego él. Se levantaron ambos del brazo.

—Venga, vosotros.
—Tú, tú primero –le dijo la Sevi al segundo de a bordo. Le dijo «tú primero» para quedarse ella la última y, así, dar el pistoletazo de salida al numerito que vendría a continuación. Al arrodillarse ante la mesita, el cortísimo vestido dejó ver el principio de las medias con ligueros, de un color granate oscuro. Lo siguiente que vieron fue la escena que confirmó a los encorbatados amigos el motivo por el que les hicieron subir al automóvil. Fue en ese momento cuando lo tuvieron claro. La Sevi separó la pierna derecha de su otra pierna, se arremangó aún más el vestido y mostró en pompa el culo y los labios posteriores de su vagina. Carente de bragas, se movía acariciando la nalga con una mano, mientras la otra sostenía el rulo por el que es esnifó lo que quedaba. Al finalizar, siguió en la misma posición, mirando estimuladísima al congraciado acompañante y separando los labios totalmente.

—¿Me vas a comer el culito? –le dice.
—Sí, sí, claro.

El amigo del empresario le metía la lengua por atrás todo lo dentro que podía, y la Sevi miraba al empresario que, de pie junto a la Italiana, no dejaba de mirar el cunnilingus que su colega le practicaba. La italiana se bajó las bragas hasta las rodillas y la Sevi le decía: —cómele, cómele el coño—. Muy obediente se arrodilló para iniciar la mamada, ella separó sus piernas al máximo y abrió los labios de la vagina ayudándose por ambas manos, dejando el coño totalmente abierto.

—Chupa, chupa –le decía jadeante–. Abría aún más los enrojecidos y excitados labios tirando de la cabeza del amigo hacia su interior, apretándolo contra su coño.
—¡Mete la cara, mete toda la cara! –y él introdujo la boca, la nariz, la barbilla y hasta los ojos, casi.


—Sácate la polla –le dice la Sevi al suyo.
—Tú, también –le dice la Tina al otro–

La Sevi se levanta y mueve a su partenaire situándole al lado de su amigo, y ambas empiezan a lamer los rabos que habían quedado al descubierto. Los tíos, trempados a tope, miraban a las dos viciosas una junto a la otra, y a su vez, éstas miraban a los ojos contrarios a la polla que lamían.

—Chupad ¡Putas! –decía uno.
—Seguid chupando ¡Guarras! –decía el otro.

La italina se detuvo.
—Hazte unas rayas, venga. –le ordenó al empresario que aunque desconcertado por el cese de la fantástica mamada que le hacía, obedeció de inmediato animado por la creencia que un poco más de coca subiría la temperatura de la acogedora furgoneta. Y así fue.

El empresario se trabajaba de nuevo la farla. La italiana acabó de quitarle los pantalones y calzoncillos, poniéndolo a cuatro patas y manoseándole el culo.

—Ya veo a dónde vas, guarrilla.
—¿Te gusta que te hagan el culo? –le preguntó introduciéndole el dedo medio por el ano, moviéndolo con delicadeza. Al principio solo lo contorneaba alrededor del agujero, luego, poco a poco, lo iba metiendo más y más. El empresario se premió con un cuarto de gramo para él sólo, de un tirón. La italiana esnifó de nuevo y vio las otras dos rayas hechas en la mesita y en su esquina la enorme papela sobrante. Mojó su dedo índice y untó de coca todo lo que la saliva fue capaz de enganchar (que fue mucho). Ambos dejaron sitio para que la otra pareja dispusiera.

La italiana se aficionó con el agujero del empresario que abierto a cuatro patas, disfrutaba de la lengua que intentaba abrirse paso.  Ella untó el orificio con la coca de su dedo extendiéndola bien por toda su superficie.  —Espera –le dijo. Y sacó del bolso un vibrador de tamaño pequeño. Se lo introdujo por el coño sin dejar de mover su dedo en el ano de él. Luego se lo ofreció para chupar, y él lo chupó. Después se lo metió tímidamente por el agujero a él, y él se dejó. Cada vez lo tenía más adentro. El macho disfrutaba con aquello. El efecto insensibilizador de la coca le facilitaba la introducción del vibrador casi en su totalidad.

—¡Culo! ¡Culo! –le decía ella sacando y metiendo el plástico duro. —¡Polla! ¡Culo! ¡Polla! ¡Culo!
—¡Puta! ¡Puta! ¡Puta! –gritaba excitadísimo, cogiendo la mano con la que ella sujetaba el vibrador y empujándola más adentro.


La Sevi andaba con el segundo tendido en el suelo (casi detenido) y ella sentada con el coño sobre su cabeza. Prácticamente ahogado lo tenía. Había intentado hacerle el culo, como la italiana, pero este no tragaba por ahí. Así que decidió que, al menos, el maromo le hiciera una buena mamada. Y se aplicaba el hijoputa. Vamos si se aplicaba.

Con unos pitidos de moto avisamos a las chicas que cerraban el bar.

La Sevi preguntó a su chico.
—¿Tienes sed?
—Una copa ahora sería un puntazo, la verdad –dijo–.

Tomó el móvil y le pidió al Cafetito que le trajera dos copas. Después, ella y su pareja pasaron a la parte delantera del vehículo. Había oscurecido y nada se veía desde fuera. Cuando llegó el improvisado camarero la Sevi follaba como una loca encima de la polla de su cumplidor amante. —¡Folla, fóllame! –le decía encendida, estirándole de los pelos con ambas manos —Folla fuerte—.

El Cafetito entró en la parte trasera con su segunda copa.

—¿Se puede? –dijo– y corrió la cortinilla que separaba ambas zonas.

■ ……


23/10/10

21º - Fundido a negro (II)

■■  Tomamos la ronda del litoral en dirección a Hospitalet y nos dirigimos a la Carretera del Medio, zona industrial plagada de naves que albergan empresas de todo tipo. Se hace extraño en este país de Caña con Calamares y escaparates, contemplar zonas donde el personal acude exclusivamente a trabajar. No hay ninguna diversión para la vista. Empresa de transportes, empresa de caucho, empresa de gráficas. Por lo apañado de la nave se puede adivinar la prosperidad de la compañía. Empresa de parquet, empresa de plásticos, empresa de suministros. A unas las rodea el parking interno, tras la verja, con el jardincito bien arreglado y las oficinas en las plantas de arriba que es adonde van los que no han pecado. Los mercedes y bmw aparcan cerca de la puerta principal (la limpia) y los seat y citroen lo hacen junto a la entrada del taller. Empresa de seguridad, empresa de limpieza, empresa de chapado. En contraste están las naves de una sola planta baja con sus uralitas rotas color pipí tan propio de los tejados abandonados y el olor a tuercas.

El sector está exento de viviendas y cuando las empresas echan el cierre el barrio ofrece un panorama fantasmal pues nadie transita por allí y, quien lo haga, seguramente pasará por sospechoso.

Junto a la gasolinera está el restaurante al que nos dirigimos; habilitado a última hora de la tarde en concurrida barra de copas para que empleados y directivos de alrededor puedan hacer la última antes de ir a casa sin tener que parar a mitad de camino. Conozco bien el sitio, lo he examinado estas últimas semanas, tiene una única entrada y, por tanto, una única salida. En los lavabos de hombres (y de mujeres) hay una ventanilla que, en caso de urgencia, se podría romper y salir al patio trasero por donde escapar si la cosa se pone difícil. No es el caso porque a los pringaos que venimos a saludar no hacen ni fuego con el mechero, pero nunca está de más saber que hay una ventana y un patio. Las ventanas en las primeras plantas son importantísimas para salvar culos. Los del equipo lo saben como yo.

Los primeros en llegar somos el Chupao y yo. En diez minutos lo hará la furgoneta, que previamente ha dejado a las chicas y al Cafetito en el paseo de la Zona Franca, desde donde tomarán un taxi que los traerá al restaurante. Encontramos un aparcamiento para la furgo en la esquina frente al local, es discreto, sin farola de luz encima y junto a una verja. Perfecto. Entramos al bar, el Chupao revisa las mesas y me hace un gesto con la cabeza para que ocupe una de ellas. Él va a la barra.

—¿Qué tomas?  –me pregunta.
Glen Grant con vichy catalán. Me siento en la mesa y caigo en la cuenta del cosquilleo en el estómago junto a un ligero nerviosismo que siento de hace rato. Pienso en los motivos que me han llevado a montar toda esta movida y el cosquilleo es sustituido por un leve ataque de ira que me trae la nostalgia de una época donde este asunto se habría solucionado a la brava, como se merecía. Hoy nos hemos digitalizado.

Oímos el claxon de la furgo. El Chupao simula recibir una llamada y sale a la calle fingiendo hablar por el móvil; pone los ojos en el sitio donde ha de aparcar el Spielberg, que lo entiende a la primera sin necesidad de hablar con él. Mete el culo de la furgoneta contra la fachada de la nave, dejando el espacio mínimo para abrir las puertas traseras. Entra el Spielberg y su ayudante y toman asiento en una de las mesas cercana a la barra.

—Hay cámara de vigilancia en la esquina, junto a la televisión –dice el Chupao.
—Y en cada nave de la calle –le digo–
—Tiene que salir bien, sin violencia, sino, estamos localizados –dice– y si la familia tiene pasta para investigar, chungo.
—Conozco bien a las chicas –le dije.
—Lo digo por ti, Luchi. –dice– Tú estás limpio pero yo no, o sea que, tranquilidad.


Oímos el ruido de puertas de coche que se abren y se cierran, unos gritos seguidos de risas. No se adivinaba lo que decían pero traían jolgorio. Se abre la puerta del restaurante y entra Tina, la italiana, con el Cafetito.

—¡Peazo de maricón! –dice él con ademanes de maricona hasta la exageración– ¡Será maricón el taxista!

Tina no paraba de reír, lo tomaba del brazo para sostenerse en pie del ataque de risa que llevaba encima (qué bien lo hacen, pensé) bajando la cabeza a la altura de las rodillas y tapándose los labios como avergonzada por la nota que estaban dando. Se enteró el restaurante entero, claro. De eso se trataba.

—¡Camarero! –Cafetito metido en su papel totalmente–
—¡Siuuusiuuu! –silbaba fingiendo que no le salía el sonido.
—¡Un Larios con cocacola! ¡Coño! –el camarero se divertía con la alegría inusitada que traían los nuevos clientes.


Entran los pringaos a la hora prevista.
Trajeados y encorbatados hasta el gaznate. Se percatan de que la italiana va acompañada de un gay y deciden quedarse allí mismo al lado de ellos. Bien. Piden las copas y fuman. Miro a uno de ellos, al que conozco bien. Ya lo he seguido tres veces. Cambia de traje cada día, debe tener un buen fondo de armario el niño de papá. No es más que eso: hijo de empresario, de los que se petará rápidamente (ya lo hace) la fortuna de papi si alguien no pone remedio. Sus salidas nocturnas día-sí-día-no (el día que no sale es porque se lo impide el homenaje del día anterior) lo llevan a encontrarse en un perpetuo estado de mal humor. La mañana que consigue levantarse a las doce llega a las oficinas de papá a la una con el tiempo justo para demostrar lo borde que puede llegar a ser un tonto del haba dejado de la mano de dios y de sus papás, que ocuparon demasiado tiempo en la economía de la empresa y escaso tiempo en el niño. «Rosa qué provocadora vas hoy» dice mirándole los pechos (a ellas sólo les mira: la boca, los pechos, el culo o las piernas) nunca se dirige a ellas hablándoles a los ojos. Además, lo hace con la sonrisita típica del gilipollas de la clase. Clase que no fue la mía porque de haber sido ya le habrían cambiado la jeta entre todos. «Huy, huy, la Maribel cómo vieneeee» canta el muy imbécil. El padre es el primer avergonzado que arrojó la toalla con el nene hace tiempo y está convencido que mientras le tenga cerca vivirá más años, aún a costa de pasar una mala hora cada dos días. «Es el precio a pagar por los hijos» piensa papá. Cuando decide volver a la empresa después de la comida –todo ciego y dispuesto a la guerra con las féminas– alcanza el mayor grado de bochorno soportable por cualquiera. Cierto día se propasó más allá del límite con una de ellas. La atacó saliendo del lavabo de señoras metiéndole mano por todas partes y sacándole la lengua «vamos dentro un ratito» le decía. La chica gritó lo que pudo y sus compañeras (que estaban al loro pues ya sabían de qué iba el percal) acudieron en su ayuda. Subió el encargado y tras lo visto se fue directamente a hablar con su padre, quien, sonrojado el pobre hombre, lo puso de patitas en la calle. Volvió a otro día y la tomó con la chica en cuestión. Se hizo con su teléfono móvil y la llama a todas horas, por la noche, los fines de semana. Le dice guarradas, le dice que dónde va a ir si la echan de su empresa «porque es mi empresa ¿sabes? zorrita»  

—¡Luchi! No lo mires tan fijamente, coño –me dice el Chupao.
—Es la emoción –le digo.

■ ……

lachosse@gmail.com

21/10/10

20º - Fundido a negro (I)

■■  El primero en llegar fue el Chupao, con su eterna cara de estar a la espera de algo «¿Qué?» «¿Qué pasa?»  «¿Qué quieres?» «¿Qué haces?» éstas no pasarían de ser las preguntas típicas de un encuentro si no las formulara todas de corrillo. Nació en el Paralelo y tiene un sexto sentido para las movidas. Para las movidas y algo más porque al Chupao nadie le viene con chiquitas. Se comió dos años de trullo por una pinchadita. Un hermano del Chupao, el mayor, andaba metido en la fabricación de éxtasis a gran escala, desde hacía años, y un día montaron un trama contra él citándolo en un local de Pueblo Nuevo donde había escondido un pequeño alijo de diez mil pastillas (con huellas incluidas) suficiente para llevárselo palante unos cuantos años.

Mientras el estratega de la trampa disfrutaba de una semana de relax en la Costa Brava, y el hermano del Chupao cumplía condena en La Modelo, de donde nunca saldría, El Chupado montó un tinglado para acabar con él. En el bar del hotel donde se hospedaba el hijoputa se organizaría una tangana con el propósito de atraer la atención con la pelea y, a la vez, provocar la salida del bar del hotel, de él y su chica,  luego los meterían en el coche y los hundirían en una cala cercana. Pero en cuanto empezó la bronca se presentó la policía al momento y no hubo tiempo para nada. El Chupao no estaba por la labor de dejarlo ir así, sin más. No se quitaba de la cabeza la escena de esa mañana en la playa, el chotas acariciando la cabellera de la novia sobre la arena mientras su hermano se paseaba por el patio del talego, injustamente. Todos lo vieron. Fueron testigos directos los concurrentes del pequeño bar del hotel, junto al hall de entrada. Empleados, clientes, gente de la calle y la misma policía presente. Nadie se perdió un solo detalle, desde luego, no faltaron testimonios el día del juicio. Se abalanzó sobre el pavo y le metió la hoja por todo el cuello; apretó lo que pudo hasta que varios agentes lograron separarlo, cuando lo consiguieron, el pavaroti (lo bautizó él mismo después del chivatazo) se buscaba la navaja por el pescuezo, sabía que andaba por allí clavada pero el desconcierto y la sangre le impedían encontrarla. Se llevó una buena.

Varias transfusiones de sangre de buena gente hicieron falta para salvar a aquel hijo de mala madre de una muerte segura. La que no pudo evitar Jope (así se llamaba el hermano) exactamente el mismo día. Lo envenenaron con estricnina poco antes de que el Chupao le diera lo suyo al pavaroti. Ingresó en prisión un día después de la muerte de Jope.  

La policía sabía del movimiento de armas de pequeño calibre (era lo suyo) que el Chupao se traía entre manos, y lo sabían por el cante de muchos detenidos (que cantan por soleares toditos, todos) aunque nunca consiguieron apresarle con nada ni llegaron a tener pruebas concluyentes.

Un atenuante decisivo fue llevar encima un arma de fuego y no utilizarla. El mismo Chupao me ha hablado muchas veces acerca del placer de meterle al chungo, si es merecedor, con el baldeo y no con la pistola. Es más personal, dice.

La situación familiar, el asesinato de su hermano y un buen abogado (al que yo contribuí pagando una buena parte), fueron suficientes para que el Chupao no envejeciera en prisión. Pasó dos años pensando (los presos no hacen otra cosa) en la trampa que el pavaroti urdió contra su hermano. Dos años maquinando movidas para acabar con él. Se especializó en estafas, amenazas, emboscadas, chantajes, coartadas, montajes de pruebas. Todo en teoría, claro. La práctica la empezó a su salida de la cárcel, demostrando a los choricillos de poca monta que pensar los palos con antelación es fundamental para el buen éxito de la empresa.

—Luchi ¿dónde te metes, tronco?
—Estoy escribiendo una novela, tío –dije esperándome la risotada– encerrado en casa como un loco.
—¿Cómo escribiendo? –ya veía venir el cachondeo, mejor habría sido decir otra cosa.
—Poner una letra detrás de otra, joder.
—¿Tú sabes hacer eso? –lo preguntaba alucinado, como si fuera tan raro escribir.
—Te explico la movida. Venga.

Mientras le soltaba el plan que había pensado, él iba diciendo «vale» «bueno» «espera». Me propuso los cambios y me parecieron bien. ¡Cómo no! Qué facilidad para la improvisación sobre la marcha tiene el tío.


—Bien, tenemos al Spielberg con el equipo –dijo con un chasquido de dedos.
—Sí, llegará ahora.
—Las chicas –pensaba en voz alta– Tú, yo y… falta.
—No falta nadie, estamos los seis – dije con seguridad.
—Falta… –pensaba con la vista perdida en el espacio.
—Falta una polla como señuelo, por si acaso.
—¿Una polla de señuelo? –pregunté– ¿qué coño dices?
—Sí, sí. Una buena polla negra y enorme. ¡Verás, Luchi, qué fiesta vamos a montar! –disfrutaba como niño con un helado gigante.

Tomó el teléfono.
—¿Cafetito? ¿dónde estás?
—Hostia puta, el Cafetito. El que faltaba para el bautizo –dije llevándome las manos a la cabeza.
—Ahora viene. Vale ya está todo –pensé qué bien se lo pasaba el cabrón con estas movidas.
—Oye, espera. ¿El Cafetito qué pinta? –pregunté.
—El Cafetito es un agravante de primera línea, no te preocupes– decía tan pancho él.

Mientras pensaba yo en lo del agravante entraron las chicas, arregladas para ir de fiesta.

—¡Haaalaaa! ¡vaya nivelazo! –el bar entero se quedó mudo para verlas bien. Cuando las tías dicen de arreglarse para entrar a matar  ¡cuidadito!  eh?

Afuera se oyó el claxon de la furgoneta del Spielberg, que venía con su ayudante. Llegó también el Cafetito. Ocupamos el interior del bar, reservado para nosotros previo pago de precio especial. La dueña encantada de la vida. La música dentro a gran volumen.

Tomó la palabra El Chupao
—Bien, estamos los siete. Buen número. Escuchad con las orejas.


En primer lugar explicó el plan describiendo en líneas generales lo que iba a ser el asunto y los personajes. Luego pasó al plano individual describiendo el papel que cada uno debería hacer exactamente. Gestos, palabras, miradas, risas, escotes, lavabos. Todo con detalle y sus posibles variantes en función de la actitud y respuesta de los mirlos.

—Spielberg ¿ya lo has hecho más de una vez? preguntó.
—Sí, y más complicado. Tranquilo, sin problemas –dijo con seguridad profesional.
—¿Chicas? ¿Queda claro?
—Yo no lo hecho nunca –dijo la italiana con la inútil expresión de no haber roto un plato en su vida.
—¡Venga ya! –soltó la Sevi, provocando la risa de todos mientras la escandalosa Tina se chupaba el dedo índice y ponía cara de boba, descubriendo las bragas con la otra mano.
—Vale, vale. ¿Cafetito?
—Perfecto para mí.

Siguió el Chupao.
—Yo iré en la moto con Luchi. En la furgoneta iréis los demás. Bajad de ella en el orden previsto. Entrad y sentaos de acuerdo a la instrucciones. Si algo sale mal no nos llamamos por el móvil ¿de acuerdo? –puntualizó con énfasis– quedamos en el Margarita Blue y no hacemos llamadas a nadie hasta que lleguemos los siete. ¿ok? Lleváis dinero para taxis. Bien. En marcha.

■ ……